Hoy a las 19:30 el Cineclubcito Boliviano proyecta online ‘Lluvia de jaulas’, del argentino César González, quien luego nos acompañará en una charla sobre la peli. Para ponerle más onda y animarte, dejamos esta reseña al documental. ¿Te enganchás? Estás a tiempo, puedes inscribirte AQUÍ.
Mijail Miranda Zapata
La única patria posible son nuestros propios muertos. Nunca el Estado y sus cuerpos policiacos y militarizados. La única patria posible son los otros cuerpos, los que caen en plena batalla, la de todos los días, mientras sus vidas se esfuman bajo las botas o las rodillas o las balas del poder. La única patria posible está en la memoria insolente que no calla ni otorga, en sus lágrimas y su rabia, en sus revueltas y su desencanto. La patria está en las paredes sin revocado, en los cuartitos dos por dos que nos cobijan, en las calles sin empedrado que pataiperreas a diario o que dejaste de recorrer por vergüenza o que nunca pisaste por miedo o que reivindicas solo a una sana distancia.
Mientras llueven jaulas, la patria se pasea en el fiero bullicio de potreros encharcados. Mientras llueven jaulas, la patria se inventa lenguajes y sonidos y fiestas. Mientras llueven jaulas, la patria estalla en un cielo atravesado sirenas policiales, disparos y pirotecnia. Mientras llueven jaulas, aún resta coraje para tomar las calles en protesta o celebración. Porque la patria nunca duerme, ni plácida ni arrugada ni disecada ni mucho menos resguardada por la sumisión de 12 milicos arteros, en ningún silencioso palacio gubernamental.
Algunos habitan esa patria, esquiva y orgullosa, otros escriben y debaten sobre ella sin mancharse el charol, otros la ignoran, otros le temen, otros la persiguen y castigan. Para todos ellos, y sin contemplaciones, el poeta y cineasta argentino César González hizo un documental tan enrevesado, casi inasible, como esa nación clandestina y bullente que no sabe de geografías porque las desigualdades son universales. Una patria que se desborda aquí y en Estados Unidos, en nuestras calles y en las pantallas de todo el mundo. Lluvia de jaulas, así se llama esta película/patria.
Este trabajo de González está hecho de territorialidades, de límites y brechas. Es una película de desencuentros y extranjerías. El material con el que se trazan fronteras son las imágenes en crudo de nuestros barrios y nuestra gente. Los barrios en los que aún hoy, como bolivianes, conservamos a tíos, tías, primos y primas. Porque los términos tradicionales de nacionalidad quedan corruptos frente a la rica y compleja remezcla que compone las villas populares bonaerenses. También está el reverso, las avenidas turísticos, las barrios chetos: esos otros espacios que también recorrimos y recorremos, pero ajenos o enajenados, otras tantas veces alienados.
González propone un viaje de ida y vuelta, como los del transporte urbano que teje puentes entre realidades completamente disímiles, entre el espectador y sus protagonistas. Pero no hay reconciliación posible, no hay lugar para la farsa del todos somos iguales o la falsa conmisceración de las clases medias sensibles. Si el personaje principal del realizador es un forastero en la fotogénica calle Corrientes, ¿por qué no podría sentirse como un alienígena, gracias a la musicalización, quien se atreva a enfrentar su documental?
Documental sí, pero estirado hacia el límite de la ficción a partir de lo que podemos imaginar como un alter ego del director. Una narración sutil que entrecruza edades, voces, historias, poemas en un solo cuerpo. Un cuerpo adolescente y altivo, atravesado por la crudeza de la pobreza, la desatención, el marginamiento y la opacidad de alguna sustancia festiva.
Los márgenes de todo el planeta hacen una sola patria y cada vez lo vemos con mayor claridad.
El territorio que se configura desde los márgenes en Lluvia de jaulas ofrece un marco de realidad en el que los valores tradicionales de un ejercicio de ciudadanía hegemónica se trastocan y subvierten. En el documental de González no existe un juicio de valor sobre los espacios que se muestran en un orden aleatorio y caótico, casi como la propia disposición de las casuchas villeras que se erigen rompiendo cualquier lógica de urbanidad, de acuerdo a la necesidad y el apremio de habitar y vivir. Sobrevivir.
Así, González no se propone evocar una ética villera, tampoco apunta hacia la reflexión sociológica de manual universitario. Es un testigo, un vecino, un amigo. El documental existe por sí mismo y para sí mismo, para quienes lo habitan y se hacen memoria a través de él. Con eso basta y es suficiente para trazar una cartografía de Buenos Aires, que bien podría ser Cochabamba, París o Nairobi.
Los márgenes de todo el planeta hacen una sola patria y cada vez lo vemos con mayor claridad.