La historia tras el fallecimiento por COVID-19 de una persona con VIH en Oruro revela que el Gobierno boliviano enfrentó la pandemia a costa de poblaciones vulnerables, con enfermedades de base y en contra de derechos conquistados desde hace décadas.
Luego de que lucharan juntos durante los últimos cuatro años por los derechos de la población que vive con VIH en Oruro, Jesús López siente que Renán L., su compañero, como le gusta llamarlo, murió discriminado y sin acceso a un servicio de salud digno que, según él, pudo haberle salvado la vida o, al menos, haber hecho menos turbulenta su partida.
Ambos hacían activismo, acompañaban sus tratamientos con disciplina y compartían el interés por mejorar las condiciones de las personas seropositivas en su ciudad.
Jesús, junto a las hermanas de su amigo, acompañó a Renán en sus últimas horas en una larga peregrinación en busca de atención médica en plena crisis sanitaria por el nuevo coronavirus. Nunca la encontraron.
La ley 3729, orientada a la protección de los derechos humanos de las personas que viven con el VIH en Bolivia, advierte que “ningún establecimiento de salud, podrá negar un servicio a estas personas”, pero, en medio de la pandemia -entre prejuicios, estigmas y carencias-, muchas de las normas bolivianas no son más que letra muerta, especialmente para las poblaciones más vulnerables.
No existe manera de corroborarlo de manera oficial, los registros sobre casos confirmados y decesos por la enfermedad pandémica son cada vez más difusos, pero Jesús asegura que Renán es la primera persona seropositiva que muere a causa de la COVID-19 en Bolivia.
Desde la Red Nacional de personas que viven con VIH (RedBol), aunque no se animan a confirmarlo del todo, dicen que no tienen conocimiento de otros casos y que, efectivamente, puede tratarse de la primera pérdida entre los suyos.
En Bolivia, según detalla el más reciente informe mundial de la UNAIDS, existen unas 19 mil personas viviendo con el VIH. De ese total, solo 11,639 (60%) están en tratamiento. Una cifra muy cercana a las estimaciones que tienen tanto en RedBol como en el Programa Nacional de VIH.
“Les expliqué la situación (al personal de salud), les dije que era un paciente PVV (una persona que vive con el VIH), pero ellos se opusieron a la atención, diciendo que teníamos programa y que debíamos primero consultar ahí y así nos botaron. ‘Si no es COVID, vayan a su programa, porque su programa tiene médicos’, y por esa cuestión nos han botado”, cuenta y repite Jesús todavía afectado por la pérdida.
Renán tenía el antecedente de “un resfrío fuerte”, luego aparecieron fiebre, intenso dolor de garganta y muchas aftas, pero no recibió atención ni tratamientos médicos cuando presentó aquellos primeros síntomas orientativos hacia la COVID-19. Tampoco cuando su situación empeoró. Ni siquiera pudo ser ingresado en un hospital de salud público, ni de seguridad social, para recibir “un tratamiento igualitario, oportuno y de similar calidad y calidez que a otros pacientes”, como demanda la norma nacional para personas que viven con el VIH.
Le cerraron las puertas del sistema de salud, lo condenaron a muerte.
Pese a los costos, tuvo que acudir a un centro de salud privado donde finalmente le realizaron dos pruebas rápidas al Sars-CoV-2, cada una por un valor de 450 bolivianos. Los resultados confirmaron las sospechas, pero fue demasiado tarde.
La 3729 ordena que las clínicas y hospitales privados deben atender las emergencias, para luego derivar la atención a establecimientos públicos. Los pagos de estos servicios, dice la ley, “serán cubiertos por el Estado”. La norma cumple 13 años, desde su puesta en vigencia, este 2020.
“Renán estaba muy delicado de salud y necesitaba internación inmediata. Tal vez dándole la atención adecuada en el mismo momento, internándolo, quizás iba a vivir”, lamenta Jesús.
Dos semanas antes, el 19 de junio, cuando los síntomas de Renán apenas aparecían, la RedBol hacía una denuncia pública sobre la reasignación de personal, equipos y recursos económicos, destinados del Programa de VIH, para la atención de la emergencia sanitaria desatada por el nuevo coronavirus.
En un contexto crítico, parece una medida razonable, sin embargo, casos como el de Renán, uno más entre cientos de personas que durante las últimas semanas murieron en las calles o dentro sus casas, encendieron las alarmas sobre cuán eficiente estaba siendo la administración de los escasos recursos del deteriorado aparato de salud boliviano.
“El ministerio de Salud debe hallar la manera de responder a los desafíos de la emergencia sanitaria causada por el (nuevo) coronavirus sin cercenar y mutilar la respuesta a otras enfermedades”, se lee al final de un extenso y detallado documento firmado por los principales representantes de las personas que viven con VIH en Bolivia, en el que apuntan a los “desvíos” que, a su criterio, debieron ser consensuados, con información clara y oportuna sobre sus implicaciones.
Según esta denuncia, programas nacionales como el de VIH/SIDA o el de Tuberculosis, otra de las enfermedades históricamente endémicas en Bolivia, habían donado fondos que se usaron en la compra de equipos GeneXpert, equipos de protección personal y bioseguridad, apoyo en el transporte de muestras, entre otros ítems. Solo desde la subvención del programa para personas seropositivas se entregaron 300 mil dólares para la atención de la emergencia sanitaria.
A pesar de estas donaciones, desde RedBol aseguran que, tanto equipos laboratoriales como personal médico del programa de VIH, fue dispuesto para apañar las carencias y falencias del Gobierno nacional en la dotación de los insumos para contener el avance del nuevo coronavirus.
Virginia Hilaquita, vicepresidenta nacional de la RedBol, se esfuerza en aclarar que no es que las personas que viven con VIH sean “egoístas” y que no estén conscientes de la situación sanitaria que vive el país con la llegada de la pandemia. Su verdadera preocupación, dice, es que las conquistas y los pocos recursos que lograron reunir en décadas de trabajo, se vean mermadas a causa de una mala planificación de las autoridades.
“Nosotras sabemos lo que es vivir con un diagnóstico complejo”, subraya Virginia y complementa su idea comentando que posiblemente el Sars-CoV-2 pronto tendrá una vacuna o un tratamiento efectivo, además, muchos de los contagiados se recuperan favorablemente en un par de semanas. Ellos, en cambio, deberán seguir “viviendo con el VIH hasta el último de sus días”.
Un instructivo rubricado en el Programa Nacional de VIH el 12 de junio insta a los centros departamentales para la atención de personas seropositivas, población en riesgo y sospechosa, a disponer de los equipos de GeneXpert para el diagnóstico de COVID-19.
Esta orden fue la que desató el reclamo unánime de los miembros de la RedBol, a través de sus cabezas nacionales y regionales.
Además de retomar demandas históricas, como la descentralización de los Centros Departamentales de Vigilancia, Información y Referencia (CDVIR), producto de las carencias identificadas durante las primeras semanas de cuarentena, en la RedBol tuvieron que organizarse para solicitar que las autoridades también rindan cuentas y les expliquen las consecuencias de disponer equipos, materiales y recursos destinados para su población a la atención de la emergencia sanitaria.
Gracias a esta movilización de la sociedad civil, un mes después, la decisión de disponer los equipos GeneXpert fue extraoficialmente revocada y desde el Programa Nacional se ordenó realizar pruebas de carga viral a todo paciente PVV que no cuente con ese examen en los últimos dos meses.
Pese a lo que se podría considerar como una pequeña victoria, Virginia deja entrever cierto pesimismo respecto a la administración de salud en Bolivia.
“En esta temporada se han centrado más en el coronavirus. Ahorita todo gira en torno al coronavirus. No solamente el tema de VIH, sino todas las otras enfermedades de base crónica han sido puestas en un segundo plano”, comenta.
Una sensación que Jesús, todavía cargando el duelo de su compañero Renán, comparte y manifiesta casi a gritos. La rabia por la muerte de su amigo, la incertidumbre respecto a su propia salud y su preocupación por los más desfavorecidos parecen desbordarlo. Expresa su disconformidad contra todos los niveles del Estado “Nunca dieron ningún plan de contingencia para nosotros”, dice.
“Si ellos querían centrarse en COVID primero debían ver a las personas vulnerables, a las personas con diálisis, a las personas con capacidades especiales, a las personas con tuberculosis, deberíamos tener un centro de salud específico para esas personas”, reclama enérgico, agregando que también podrían haber destinado un stock de pruebas rápidas, “por ejemplo, en el CDVIR, con el fin de diagnosticar oportunamente la COVID-19” y así prevenir complicaciones y desenlaces aciagos.
“¡Nada han planificado, les ha valido todo!”, insiste.
Jesús no solo es PVV, sino que también fue víctima de la tuberculosis. Peleó durante años por recuperar su estado de salud y en contra de la depresión que lo agobiaba durante los primeros años en los que tuvo que aprender a lidiar con el diagnóstico.
Hoy, aunque pretende mostrarse fuerte e íntegro, la voz se le quiebra por momentos y enfrenta su aislamiento en soledad y con poco dinero. Pese a haber estado en contacto con una persona fallecida por la COVID-19, aún no recibió ningún tipo de atención médica, menos pruebas o medicamentos.
“Me dijeron que los test estaban saturados”, explica resignado.
Han pasado casi tres semanas desde la despedida a Renán. Jesús dice que lo único que siente son unas molestias en el pecho. Un dolor. “Tal vez sea la tristeza, la pena”, dice después de tomar aliento.