Una escritora boliviana toma la posta del MeToo en la literatura y pone el dedo en la llaga del patriarcado literario, cuestionando silencios y complicidades.
Valeria Canelas
La literatura me lo ha dado todo: lo bueno y lo malo, lo falso y lo verdadero, lo justo y lo difuso. Y también todos los matices y cuestionamientos que emergen en medio de estas categorías. Todo lo que me ha ocurrido en los últimos 20 años ha estado ligado, directa o indirectamente, a la escritura como único marco posible de existencia y a la pasión lectora como código de interpretación de esa existencia. He conocido a muchas de las personas más importantes de mi vida por la literatura porque ella siempre ha sido mi puente hacia lo cotidiano, mi relación con el mundo y con sus gentes. Soy este cúmulo de tanteos y de pequeñas certezas gracias a la literatura. Y sin embargo, la literatura está inserta en un campo que muchas veces detesto pero que también ha marcado mucho de mi vida. Como imagen melodramática pienso en el campo literario y sus tentáculos horadando la escritura. Sin embargo, la literatura no está por encima, ni lejos, ni separada de ese campo. Surge en él y a la vez lo configura.
Cuando insistimos en que este campo es estructuralmente patriarcal no nos referimos únicamente a cuestiones de estadística que operan, eso sí, como síntoma de algo mucho más profundo y en ocasiones más inasible y menos cuantificable. No nos dejemos llevar por ese “efecto de abstracción” con el que muchas veces se nos presentan determinados conceptos. Cuando hablamos de campo literario, del “mundillo” dicho de forma coloquial, hablamos de unas prácticas concretas, cotidianas, que son –cómo no– sujeto de análisis crítico. Como se viene afirmando con fuerza últimamente, el mundo literario no es ajeno a las prácticas machistas, como no es ajeno a las fuerzas y tensiones que atraviesan las sociedades. Y como no lo es, podemos señalar qué subjetividades y sensibilidades construye y a partir de qué prácticas se fortalece.
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Así pues, cuando leo denuncias de maltratos varios ocurridos en el ámbito de la literatura no hay absolutamente nada que no me resuene, que no pueda relacionar con mi propia vida, con mi educación sentimental y con mi relación con lo literario en tanto hecho social. Y sé que a muchas escritoras les sucede exactamente lo mismo. Así que a partir de estos hechos constantes y comunes podemos afirmar con contundencia que estamos ante un problema estructural. Un paso importante y necesario sería dejar de negarlo intentando relegar las historias de abusos al ámbito de lo privado, a la excepcionalidad y a lo individual.
¿No nos suenan historias como las de algún editor o escritor conocido que aprovecha el lugar de poder simbólico en el que está para intentar acostarse con escritoras jóvenes de formas que llegan a ser incluso violentas? ¿No nos suena eso de que todo el mundo sabe la historia de ese editor que ha maltratado a varias de su exparejas y que, sin embargo, nadie quiere decir nada porque es una editorial interesante en la que publica gente admirada y en la que todos quisieran alguna vez publicar? ¿No nos suena ese escritor que, aprovechando su prestigio, se propasa con sus compañeras de panel en cada encuentro literario? ¿No hemos escuchado muchas veces esas voces insidiosas que dicen que tal escritora solo ha publicado en esa editorial porque se ha acostado con alguien y que con quién se estará acostando ahora para su próxima publicación? ¿No nos han contado algunas compañeras las amenazas –tú no eres nadie, no vas a volver a publicar en la vida, te voy a denunciar– que les han hecho al terminar alguna relación de pareja marcada por lo literario? Tendríamos que estar verdaderamente sordas o ciegas para no darnos cuenta. O, quizás, la otra opción es que ocupemos en ese campo un lugar privilegiado que hace que podamos vivir de espaldas a esta realidad, y que nunca nos haya pasado algo similar porque muchos de esos machitos letrados saben muy bien cómo se conforma el campo y con quién no les conviene enemistarse ni propasarse.
Y lo triste es que no estoy hablando de un caso concreto porque en realidad hay múltiples historias así. A eso, precisamente, se le llama estructural, a que esos comportamientos son tan comunes que conforman una norma. Por eso la labor de denuncia frente a esa norma, a esa permisividad perversa, es tan importante y tan dura. Ahora que es temporada de ferias del libro pienso en lo terrible que debe ser para muchas compartir espacio con sus maltratadores, protegidos por el prestigio de las letras. Para mí, durante mucho tiempo fue así: un lugar en el que convivían lo más importante de mi vida y el desgarro absoluto. Porque sí, las ferias del libro también funcionan como dispositivos a partir de los cuales se escenifican y se reacomodan las relaciones de poder que configuran el mundo editorial y el campo literario en su conjunto. “En otras latitudes a esto se le llama mafia”, dice uno de los personajes de Los Detectives Salvajes cuando se encuentra en la Feria del Libro de Madrid.
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Ahora que releo ese fragmento que dejó una huella muy profunda en mí, hace 15 años, entiendo perfectamente a lo que se refiere. “He conseguido, sin embargo, hacerme un lugar bajo el sol de esta Feria. Atrás quedan los coches estrellados, los límites de la escritura, el 3 × 3 = 9. Me ha costado. Atrás queda la A y la E que se desangran colgadas de un balcón al que a veces vuelvo en sueños.” (…) “Ayer sacrificamos a un joven escritor sudamericano en el altar de los sacrificios de nuestra villa. Mientras su sangre goteaba por el bajorrelieve de nuestras ambiciones pensé en mis libros y en el olvido, y eso, por fin, tenía sentido.”
Me duele muchísimo seguir leyendo historias de escritoras que sufren abusos dentro del campo literario. Porque ahora, después de unos años en los que parecía que al fin los feminismos estaban cambiando esas normas, veo la reacción, veo la disciplina de los autores cerrando filas en torno al editor. El amedrentamiento y la revictimización son posibles porque la impunidad se construye con nuestro silencio, con nuestro pago de favores, con nuestra reverencia a las editoriales, con no querer enemistarnos con alguien que tiene el poder de llevar una editorial, o editar una revista, o dar talleres en determinada escuela, u organizar encuentros literarios, etc. Nuestro silencio, apuntalado con nuestras ambiciones, sólo nos hace cómplices.
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“Así, paradójicamente, deambulamos. Nuestra arborescencia × palidez del balcón = el pasillo de nuestro triunfo. ¿Cómo no se dan cuenta los jóvenes, los lectores por antonomasia, de que somos unos mentirosos? ¡Si basta con mirarnos! ¡En nuestras jetas está marcada a fuego nuestra impostura! Sin embargo, no se dan cuenta y nosotros podemos recitar con total impunidad: 8, 5, 9, 8, 4, 15, 7. Y podemos deambular y saludarnos (y o, al menos, saludo a todo el mundo, a los jurados y a los verdugos, a los patrones y a los estudiantes), y podemos alabar al maricón por su irrestricta heterosexualidad y al impotente por su virilidad y al cornudo por su honra inmaculada. Y nadie gime: no hay desgarro. Sólo nuestro silencio nocturno cuando a cuatro patas nos dirigimos hacia las hogueras que alguien a una hora misteriosa y con una finalidad incomprensible ha encendido para nosotros. El azar nos guía aunque nada hemos dejado al azar.”