¡La escritora cruceña Giovanna Rivero presentará Tierra fresca de su tumba en el Miami Book Fair 2020! Te compartimos un fragmento del relato ‘Hermano ciervo’, que forma parte de su más reciente libro, para ponerle ambiente a la espera. Si quieres participar del evento, solo debes registrarte aquí.
El olor a medicamentos que brota como un aura del cuerpo de Joaquín ha tomado nuestra habitación. Se irá en unos días, le dijeron. Pero esta vez ha sido diferente. Ocho muestras de sangre por jornada, dieta blanca, cero exposición solar. La paga es buena, eso es cierto. No nos tendremos que preocupar por la renta de la cabaña durante algunos meses. Joaquín escribirá sin remordimientos su tesis sobre clonación de llamas andinas y otras especies de camélidos y yo intentaré publicar la mía, un análisis demasiado estructurado de lo que pretenciosamente en ese momento titulé “Reino de lo fantástico” y que ahora apenas me entusiasma. Y, claro, podré dedicarme durante horas a comprender la carta astral de mi hermano. No soy más que una analfabeta del cosmos balbuceando una simbología que apenas comprendo.
Tendrías que aplicar a fondos de investigación, suspiro. Así pasamos página a lo del experimento. No me gusta lo que estamos haciendo, Joa. Lo que te están haciendo. Decís que esta es la fase más segura, que si no fuera así, no la aplicarían en humanos. Pero yo tengo mis dudas, ¿sabés?, les da lo mismo quiénes son sus sujetos, ¿o cómo dijiste que los llaman a ustedes?
Prospective Subject, aclara Joaquín con esa voz empedrada que le han dejado los del hospital.
O sea, sujeto prospectivo.
Eso.
Bueno, como sea. Les da lo mismo. Monos, sujetos, personas. Qué se yo.
Le paso la mano por las costillas, porque eso es lo que el tacto me regala bajo su piel reseca. El exceso de vitamina A le ha hecho papilla la epidermis. Todavía no puede darle el sol. Recuerdo esto y no terminan de convencerme las cortinas de gasa negra que obtuve entre los restos de artículos de Halloween en las rebajas de Walmart. Una resolana atenuada por la gasa gótica, pero de todos modos insistente y dañina, nos cubre.
¿Qué pasa si te da mucho la luz del día? ¿Te convertís en vampiro o qué?
Ya te lo he explicado. El hígado. Se podría activar una hepatitis química. En el experimento anterior tuvieron un caso así. La demanda fue altísima, por eso ahora firmamos la cláusula 27. Nada de demandas. Nada de sol. Nada de hijos.
Nos nacerían monstruitos.
Exacto.
Por cierto, nada que no podamos engendrar sin la ayuda de este experimento… ¿Cómo es que se llama?
A-Contrarreactivo. Es un nombre provisorio. Si los resultados son buenos, seguro le inventan un nombre de farmacia, de esos que con solo pronunciarlo pueden aniquilar cualquier virus.
A-Contrarreactivo, parece la consigna de una misión bélica. ¿Y cuándo podremos coger?
Ahora mismo si querés. Con forro, claro.
Odio el plástico. ¿Cuándo podremos coger sin eso?
En seis meses, amor mío. Cuando no quede rastro de esta sustancia. Y, además, cuando aceptes tomar los antialérgicos contra los anticonceptivos. Los del experimento nos los dan gratis. ¿O te interesa un niño con dos cabezas?
Escuchá cómo suena ese enredo: antialérgicos contra los anticonceptivos. Barrera contra barrera. ¡Mil veces mejor la castidad!
No sé cuánto tiempo dormimos bajo la resolana ennegrecida. Joaquín, de costado, suda los residuos del mejunje de última generación que promete curarlo todo, el cuello desgonzado como el de un pollo listo para convertirse en alimento. Yo trato de proteger con mi cuerpo la espalda crística de Joaquín, ese lienzo deshidratado donde ni siquiera asoma un lunar, solo la insinuación de los omóplatos, prueba incontestable de la negativa divina a convertirnos en mejores criaturas, en ángeles caídos o pájaros de una especie ordinaria pero feliz. En todo eso me hace pensar la espalda de Joaquín. Mejor dicho, siempre pienso a sus espaldas. Podríamos habernos despatarrado en la alfombra del living a mirar vídeos de YouTube, pero hace semanas que no la aspiramos y sobre la pelusa gastada todavía persisten los pelos de las mascotas que cuidamos por unos cuantos dólares. Pelos por todas partes. Y ese polvo fino del final del otoño que desprenden las colinas de Ithaca como si fueran ellas y no nosotros las que se despellejan. Pelos, polvo y el olor a químicos, a mezclas desquiciadas que humillan el hígado. Vencidos nosotros por un desánimo que el dinero tendría que hacer desaparecer y que extrañamente solo acentúa. Vencidos nosotros…
Despierto con el sonido de la ducha. También escucho, amortiguada por el agua, la tos de Joaquín. La resolana es ahora una noche clara. Ese tipo de noche que antecede a la nieve. Me incorporo y distingo las siluetas de tres ciervos atravesando el sembradío. Deben ser los mismos que regresan cada día a velar el bulto muerto que nos da una pereza brutal reportar a la oficina de animales o como se llame. Total, en cuanto descargue, la nieve terminará de sepultar al hermano ciervo y todos en paz. Entonces recuerdo lentamente que he soñado con el posible hijo que Joaquín y yo engendraríamos bajo el influjo del A-Contrarreactivo, un hijo hecho de vitaminas y dinero que no sabemos usar. Flotaba en mi interior como un animalito ultramarino. De frente al espejo, con una panza de siete meses, podía distinguir a través de la piel translúcida de mi vientre cada parte de su carne no nacida: las dos cabezas, los párpados dormidos bajo el tierno edema de los fetos, las manitos perfectas y los piecitos coronados por dedos supernumerarios, esos piecitos primitivos que alguien había cosido por los talones componiendo pétalos rebosantes de tejido recién formado. Flor de hijito el que me latía en la panza. ¿O sería hijita? Ojalá mi memoria fuera descubriéndole una vulva diminuta en lo que voy recordando el sueño.
Me acerco a la ventana y apoyo mi nariz contra el vidrio helado. Limpio el vaho que se le pega por el contraste entre la atmósfera del cuarto y la temperatura exterior. Un ciervo se acerca como si me hubiera reconocido, igual que yo lo reconozco a él, es el mismo deudo de hace días. Tiene un cuerno más largo que el otro.
Hola
El ciervo da tres coces. Debe ser una forma de saludar. Luego se acerca otro, es más pequeño, será descendencia suya. No sé si a los ciervos niños se les llama “cachorros”, tan insuficiente este lenguaje para entrar en ese mundo de elegancia y belleza. El ciervo mayor lo empuja con dos cabezazos, que se vaya, que regrese a llorar al bulto. Están tan cerca de mi ventana helada que puedo distinguir la melancolía de sus pestañas. Al hijo del A-Contrarreactivo, si de mí dependiera, le pondría esas preciosas pestañas lacias de ciervo.
Andate con tu chico, le digo al ciervo. Y me obedece.
En la mañana me pongo a freír un huevo, solo para mí. La lecitina es mortal para el hígado saturado de Joaquín. Me concentro en el huevo y de vez en cuando miro el árbol artrítico a través de la ventana de la cocina. Hasta hace nomás unos días, ese árbol era una llama ardiente, un mechón profuso de hojas coloradas. Pobrecito hoy. Por esa ventana no entra la luz del sol. El sol siempre nos saluda por la sala del televisor. Incluso ahora, con la gasa negra que veta el día, el sol frío se afana por quemar los objetos. En la astrología, cuando un planeta está muy cerca del Sol, pierde su personalidad; arrobado por el resplandor del gran astro, el planeta menor enceguece. Mi hermano era de Escorpio, y tenía en esa casa también a Venus y a Neptuno. Tan cerca de su Sol estaban los planetas del amor y los altos ideales, que se contagiaban de ese ardor dañino y, así combustionados, no podían volcarse a los demás, no podían penetrar en la vida para defender su alma de esa violencia que siempre suponen los otros. Todo lo contrario, Neptuno y Venus, enajenados por la gran luz, regresaban iracundos al corazón anárquico de mi hermano y lo atacaban a navajazos, haciendo jirones la esperanza, la confianza, el destello de su propia imagen, la mínima posibilidad de una redención.
Con la mano izquierda me cuesta darle la vuelta al huevo para que quede como una ampolla decente, ondulada en los bordes. Lo hago igual y el aceite me salpica el pecho. Me mojo el índice con saliva y me froto ese lugar donde el aceite duele. Trato de no usar el brazo derecho mientras estoy en casa, es mi instrumento de trabajo en el supermercado. A veces intento desapegarme afectivamente del brazo. Lo pienso como una pinza ortopédica, una herramienta que toma los objetos –el champú, la carne, las afeitadoras, los cereales, las redes con frutas orgánicas, los pegamentos para dientes postizos– y los desliza de izquierda a derecha con la suavidad de quien no posee músculos, solo resortes eléctricos. He intentado deslizar los objetos con la izquierda, pero así pierdo precisión para poner los códigos correctamente contra el lector. Termino haciendo dos veces el trabajo, el colmo de la estupidez. Entonces vuelvo a exigirle a mi brazo que se comporte con actitud cíborg, no queremos que las cajas automáticas de autoservicio nos quiten este miserable trabajo part-time. De modo que este huevo me quedará roto como si le hubieran pegado un puñetazo en su carita de oro.
También me hago una tostada y la barnizo con miel. Joaquín desayuna la dichosa porción de pollo hervido y una taza de café.
Hoy sí nieva, dice Joaquín.
Ojalá. Así no tenemos que llamar a la oficina de animales.
¿Cuántos días han pasado?, pregunta tragando saliva. Debe tener la garganta seca también. Lástima que tampoco pueda comer yogurt.
Me acerco a la ventana y aparto un poco la cortina negra, como si mirar al bulto fuera a darme la respuesta correcta. Ya deben ser cuatro días. No, no, son cinco. Está allí desde el viernes. Vos volviste del experimento el domingo. Sí, son cinco días.
Ya huele terrible. ¿No te parece?
No diría terrible. Huele sí, pero no peor que esa basura del container del garaje que ya está toda investigada por las ratas. Pronto va a nevar y con eso santo remedio. Ni olor ni bulto. Quedará sepultado como la Atlántida.
¿Y por qué mejor no llamamos a la oficina y que se encarguen?
Llamá vos. Yo no hablo bien inglés y odio que me pasen con mil operadoras. Además, ya debo salir disparada al súper. Hoy hago solo tres horas de “Atención al cliente”, de modo que debo llevarme alguna reserva extra de buen humor.
Lo haré después del almuerzo, cuando estés de vuelta. Seguro que en las tardes tienen menos reportes.
Después del almuerzo, sin embargo, descubro la mancha en la espalda de Joaquín, esa espalda de faquir que hasta la noche anterior era una sabana impoluta.
¿Qué es esto?
Le sostengo el espejo árabe del pasillo y él observa su reflejo en mi espejito mágico de aumento con el que me extirpo ferozmente las cejas. La mancha no es grande, es más bien como una huella digital discreta, o como si alguien –que no soy yo–, le hubiera clavado el pulgar en los segundos gloriosos del orgasmo.
¿Te diste con algo?
No, que lo recuerde. Pero con esto de los efectos colaterales…
¿No tendrías que reportarlo?
Esperemos un poco más. No quiero ir hasta allá, llenar formularios y que me vuelvan a sacar sangre.
¿Qué harán con toda la sangre que les sacan a ustedes, no?
Analizarla nomás. Almacenarla. Son documentos, evidencias, pruebas científicas. Si no, ¿cómo van a defenderse luego ante la OMS o ante cualquier queja de algún hippie antifarmacias? ¡Con nuestra sangre, claro!