¿Cómo nos atrevemos a festejar el Día del Maestro cuando lxs pensamos como soldadxs de bajo rango que disciplinan a los próximos soldados-ciudadanos? ¿Dónde quedan el amor y la pasión en el proceso pedagógico? Estas son algunas de las preguntas que se plantean y buscan respuestas aquí.
Ara Goudsmit
Cómo una persona enseña y bajo qué garantías lo hace se vincula al lugar que tiene el conocimiento en nuestra sociedad. Vivimos en un lugar donde se denuncian despidos masivos de maestros durante la pandemia, sin un ápice de empatía de los gobernantes con su carencia mortal de ignorar la educación como un pilar fundamental para relacionarnos.
Estas formas de gobierno no aman el saber, lo desechan en cada galimatía política y en cada momento en que no se duda en invertir en las manidas instituciones militares, la disciplina pura y dura convertida en violencia «legítima».
Me pregunto cómo nos atrevemos a festejar el Día del Maestro cuando los pensamos como soldados de bajo rango que disciplinan a los próximos soldados-ciudadanos. Para mi abuelo, quien trabajó toda su vida en el magisterio rural, la educación es, primordialmente, la estimulación del sentido de lo común en un individuo. La palabra maestro viene del latín magis, que significa grande, demasiado. Es sin duda una labor magistral, pero no por disciplinar, sino por enseñar libertad.
Durante los días del Paro Nacional en Colombia, en noviembre de 2019, vi a profesoras y profesores marchar junto a sus estudiantes, manifestando el repudio a la violencia, la desigualdad, por la defensa del medioambiente, entre otras tantas demandas.
En ese contexto, un profesor invitó a toda la clase a honrar la memoria de Dilan Cruz, un estudiante de colegio que salió a marchar por la educación y fue asesinado el 15 de noviembre por agentes del Estado colombiano. En una carta, bajo el hashtag #ProfesAlParo, miles de maestros afirmaron que la vida de sus estudiantes daba sentido a su existencia y firmaban al final “con amor”.
¿Qué tipo de amor está en juego en el aula? Para Audre Lorde, el poder del Eros, del amor, permite estados de conciencia para fomentar la creatividad y la energía necesaria para realizar transformaciones. Estos acontecimientos apasionantes son transferencias de energías vitales y quisiera creer que el aula puede tener un componente así, apasionado, en vez de disciplinario. Aulas en las que se fomente el Eros en el proceso pedagógico.
El cuerpo ha estado condicionado, en gran parte, por lo que escuelas y universidades han enseñado. Un claro ejemplo son las olas evangelizadoras que ingresaron a nuestro continente desde tiempos inmemoriales. Algunos pueblos indígenas todavía recuerdan que sus maestros fueron quienes les prohibieron hablar sus idiomas y, aún así y con razón, apuntan a la educación como la forma de descolonizar su pensamiento y sus vidas. Esta es una paradoja que quiero examinar a través del lugar del amor y la pasión en la pedagogía.
¿Qué hacemos con el cuerpo en el aula? Se pregunta la pensadora afroamericana bell hooks en su ensayo “Eros, erotismo y proceso pedagógico”. Una inquietud que interpela el lugar de la educación y más válida aún cuando millones de niños, niñas y jóvenes o están aprendiendo ahora mismo a través de una pantalla o dejaron de ir a la escuela.
Aquí el erotismo no hace referencia a un acto sexual, sino a la posibilidad de desplegar pasión, siendo el aula un laboratorio de conciencias. La pandemia es, sin duda, un tiempo sin aula, lo que me lleva a pensar qué posibilidades de cambio pueden acontecer entre esas paredes que también han servido como dispositivos de adoctrinamiento.
La escisión entre mente y cuerpo, propia de la modernidad, es objeto de amplios debates y lecturas fascinantes. Aun así, la superioridad de la mente sobre el cuerpo es codificadora de las relaciones sociales dentro del aula. Hegemónicamente, la educación se entiende como el instrumento para aprender habilidades laborales, poder conseguir un trabajo y estabilidad económica. Es decir, estar preparado para un mercado laboral competitivo. Decir que la educación es competitiva es sinónimo de calidad. La educación es también disciplinamiento, para las competitividades propias del mercado y las moralidades de cada sociedad.
En cambio, bell hooks hace el llamado al erotismo en el proceso educativo para transformar las formas de relación con el mundo. Comenta que, por la responsabilidad que implica, deseaba ser un espíritu sin cuerpo la primera vez que una de sus estudiantes negras le dijo que gracias a su curso ella había dejado de alisarse el cabello para afirmar su negritud desde el pelo crespo. Ella reprocha que haya tan pocas discusiones sobre cómo presenciar a los estudiantes transformándose en el aula por el exceso de disciplina, es decir, dictámenes para el no-cambio. Paulo Freire menciona que enseñar no es transmitir conocimiento, es un movimiento emancipatorio de la conciencia.
Este erotismo en las relaciones que emergen en el aula puede representar momentos de libertad en un mundo que el filósofo de Harvard Roberto Mangabeira llama la “dictadura de ninguna alternativa”. La propuesta que él hace va lejos: el proceso pedagógico está vinculado con la transformación del sistema económico cuando la creatividad y la cooperación son núcleos que permitan no reproducir los mismos patrones históricos de desigualdad y destrucción. Para esto, la mente debe ser concebida como “la tangible encarnación de la imaginación”.
Claro, no solo la educación puede configurar el cambio y la relación entre los cuerpos. También son necesarias reformas estructurales de la economía, la redistribución de la riqueza, entre otras cosas. Pero el acto de enseñar brinda un espacio para interpelar lo que distintas sociedades han edificado y están construyendo.
La paradoja, entonces, es esta: vivimos con pedagogías que solidifican y disciplinan nuestras vidas y, al mismo tiempo, es la educación un espacio para recrear lo que fuimos y, creativamente, pensar lo que podemos ser.