Las crisis económicas nunca son neutrales y conllevan procesos que reorganizan las sociedades. En el capitalismo, cuando el excedente económico de una sociedad se contrae o se desequilibra, las fuerzas dominantes tienden a alinearse para proteger sus intereses. Descargan el peso de mantener sus privilegios sobre los sectores populares y también sobre la naturaleza.
Bolivia atraviesa precisamente un momento de este tipo: mientras los discursos políticos se acaloran en vísperas electorales, la vida se vuelve cada vez más precaria para millones de personas que ven erosionarse las frágiles condiciones de bienestar construidas durante la última década (que abordamos en la publicación anterior).
El rostro cotidiano de la crisis
En una remota comunidad del norte potosino, una profesora rural ha comenzado a limitar las visitas familiares que realizaba en la ciudad y a caminar largos tramos que antes recorría en vehículo. No es una decisión voluntaria: el combustible no solo escasea en las ciudades, pero en comunidades como la suya se vende a granel y su precio se ha triplicado en los últimos meses.
El presupuesto para combustible de esta profesora se ha disparado. De los 300 bolivianos que gastaba mensualmente, ahora debe desembolsar entre 700 y 800. Una suma que, de no limitarse, consumiría una quinta parte de su salario de 4,000 bolivianos. Para ella, como para tantos otros, la crisis no es una abstracción económica sino una reducción tangible de sus posibilidades de vida.
Su historia se entrelaza con la de miles de familias campesinas que, durante la aparente prosperidad, invirtieron sus ahorros en vehículos «chutos» (indocumentados) como una vía de ascenso social avalada implícitamente por el Estado. El propio exvicepresidente García Linera celebraba en algún momento que los campesinos tuvieran «su carrito, chuto, no importa, pero tienen».
Esos aproximadamente 700 mil vehículos —el 22% del parque automotor boliviano— hoy se han convertido en una trampa. Sus propietarios deben dedicar horas interminables a conseguir combustible en bidones, enfrentando restricciones crecientes y precios cada vez más altos.
La crisis revela la perversidad de un modelo que construyó la ilusión de bienestar sobre bases profundamente precarias. Mientras las grandes importadoras se beneficiaban de las restricciones a la importación legal de vehículos usados, se toleraba un mercado paralelo que ofrecía una aparente solución para los sectores populares. Esa «solución» muestra ahora sus límites. Afecta a los propietarios de estos vehículos y, además, desestabiliza toda la cadena de actividades económicas que dependen del transporte en áreas rurales.
Las múltiples caras de la precariedad
El deterioro económico se manifiesta también en la vida de las familias que dependen de remesas del exterior. Con un tipo de cambio real que ronda los 11 bolivianos por dólar, mientras el oficial se mantiene en 6.87, cada envío del extranjero que pasa por el sistema financiero significa una pérdida de casi 4 bolivianos por dólar.
Esta diferencia, que termina beneficiando a bancos y al Estado, se amplifica por políticas financieras enfocadas en los que más tienen. Por ejemplo, sabemos que los bancos tienen tipos de cambio preferenciales, pero solo para quienes reciben miles de dólares de manera continua. Esto no aplica para la gran mayoría de que recibe modestas remesas o pagos desde el extranjero.
La crisis desnuda también las contradicciones de un modelo de consumo sostenido por importaciones baratas. Durante años, productos de Argentina, Chile, Brasil y China —legales y de contrabando— permitieron a muchas familias bolivianas acceder a bienes que mejoraron su calidad de vida.
Este espejismo de prosperidad se desvanece con la depreciación del boliviano, exponiendo la ausencia de capacidades productivas propias desarrolladas durante los años de bonanza.
Por otro lado, el sector público, que durante años funcionó como una válvula de escape para el desempleo, revela ahora su cara más precaria. La expansión de la burocracia estatal —creció un 676% entre 2001 y 2013— se realizó principalmente con modalidades de contratación que eluden protecciones laborales básicas.
La figura de «Consultores en Línea» creó una masa laboral sin beneficios sociales, cuyos contratos pueden ser rescindidos sin reclamos. Ante las políticas de austeridad, estos trabajadores son los primeros en ser sacrificados, alimentando el deterioro del precario mercado laboral boliviano.
El verdadero costo del ajuste
¿Cuál debería ser la prioridad ante una crisis como la que atraviesa Bolivia? La respuesta parece evidente: proteger la vida (humana y no humana), evitar que las personas sean empujadas hacia mayor precariedad, e impedir que la desesperación nos lleve a devastar bosques y territorios.
Sin embargo, las respuestas institucionales revelan otras prioridades. Buscan sostener el modelo económico hegemónico que produjo la crisis, proteger los intereses de quienes más tienen y consideran el deterioro de la vida de las mayorías como un «daño colateral» aceptable.
La crisis actual no solo expone las fragilidades del modelo económico boliviano. Amenaza con empujar a amplios sectores de la población hacia actividades cada vez más precarias y ambientalmente destructivas.
Mientras los discursos oficiales —públicos y privados— intentan minimizar la gravedad de la situación, miles de familias experimentan un deterioro cotidiano de sus condiciones de vida.