No me jodas, no te jodo. Crónicas escritas por y para El Alto es una colección de no ficción que pone la mirada sobre una de las ciudades más wasas del planeta. El libro se presentará en Cochabamba el miércoles 26 de septiembre, en la Biblioteca del Centro Simón I. Patiño, a las 19:00. Te lanzamos, a modo de anzuelo, uno de sus textos para que te lances al evento.
Gabriela T. Sejas Zevallos
¿Quién podría nombrar a una ciudad El Alto? Un nombre descriptivo para una especie de ciudad-faro que vigila a La Paz, que se encuentra justo bajo la mirada de El Alto. Escuché de El Paso, La Rochelle, El Dorado, lugares donde el artículo precede al nombre que suele ser un adjetivo para darle mayor énfasis.
La primera vez que escuché acerca de El Alto fue el año 2.003 por la televisión, cuando un gentío descendía los 4.150 msnm del altiplano boliviano, hasta la Sede de Gobierno, una lava ardiendo, quemando tanques y políticos a su paso, escribiendo la historia, sin ser conscientes de su poder hasta ese momento. Desde mi universo valluno quchalu, percibir a esta joven anticiudad fue prácticamente imposible.
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Uno siempre es boliviano, aunque muchas veces se esfuerce por realzar la región a la que pertenece e ignorar el mordisqueado mapa que le da a nuestro país ese aspecto de hostia roída, pero bueno, no es algo que solo pase aquí, pienso que en general los países son geófagos, se devoran entre sí. No obstante los rostros adquieren un solo tono de piel cuando se juegan las eliminatorias de fútbol, en la cual somos el equipo de sparring con grandes aspiraciones, evocando la clasificación de 1.994. Así es, incluso cuando no te gusta el fútbol, sonríes a escondidas con las victorias, las haces tuyas y te amargas con las derrotas. Se es boliviano desde la pequeña parcela que son nuestras ciudades-pueblos, incluso cuando muchas veces solo se conoce hasta donde llega la vista, pues con eso ya es suficiente para identificarse como boliviano.
Para comprender una ciudad tienes que vivir en ella, recorrerla día a día, integrarte, respirarla… y sumergir el cuerpo, al igual que sumerges las manos dentro un saquillo de granos, sabiendo que tal vez puedas salir rasmillado o no, pero lo haces, a veces por gusto, otras por curiosidad, otras simplemente porque estás buscando algo más o por que estás desempleada… este último fue mi caso.
El Alto me recibió con los brazos cruzados, debido a los bloqueos intermitentes en el camino, después de 14 horas de viaje, arribanos a una ciudad-carretera, una espina dorsal poblada de comerciantes y muñecos de trapo linchados a partir del cuartel Ingavi, todos colgados en los postes del alumbrado público, señuelos de advertencia y cercanía al Centro alteño. ¿Cuál centro? En Cochabamba todos los micros y todos los caminos llevan a La Cancha, epicentro comercial de la identidad agrícola. La geografía urbana alteña no tiene un centro, lo que tiene es más bien un continuo de ruidos y olores que se extienden hasta converger en la Ceja; otra vez el artículo. Comencé a pensar que esta región se toma a si misma con severidad, y ¿por qué no habría de hacerlo? Si son capaces de tomar decisiones y deponer gobiernos.

La bienvenida fue explícita: «Persona desconocida será linchada»; «Auto extraño será quemado». No son amenazas. De hecho son avisos que se cumplen con eficiencia y es por eso que hay que hacerse conocer, tejer relaciones con los vecinos de modo artesanal, poco a poco, sin ser confianzudo, pero con seguridad; aprender los códigos de vestimenta: usar un gorro tejido de lana o uno con visera, chamarra estilo parca de color gris para envolverse entre la niebla que se impregna en el ambiente… archivar definitivamente el abrigo de paño y esgrimir el currículo.
Las primeras semanas comenzaron con dureza, por ser julio el mes donde el clima gélido está en su apogeo. Fue la etapa de reconocimiento en el que fue mi barrio-mercado: desayunar fricasé, almorzar pollo a la broaster con chuño, enfermar del estómago, recuperarme, ser dejada en Visto por varios vendedores y tener que responder a casi todos por mi origen y acento cada vez que pedía direcciones. Una y otra vez. Hasta encontrar a doña Paulina, quien finalmente sería mi casera. Doña Paulina, la del precio justo por la cantidad y calidad esperada. Tenía una filosofía que no dudó en escribir y mantener pegada en la pared de su pensión: «Aquí se le atiende como a un Rey, porque el Rey no pide prestado, ni fiado».
Las noches transcurrían entre fogatas callejeras y el silencio que llenaba las calles a partir de las nueve de la noche. Un silencio que solo podía ser quebrado por las peleas o por algún preste lujoso. Me pareció estar en Mordor de J.R.R. Tolkien, la oscuridad y ese ambiente hermético, no de solidaridad, sino de unidad cómplice, donde siempre algo está ocurriendo y a lo mejor es preferible no enterarse. La inexistencia de árboles, excepto aquellos bien contados que se balancean solitarios donde menos los esperas ver. El esposo de doña Paulina decía: «Ustedes, los quchalus, lo tienen todo fácil, allá [en el valle y en otros lugares] las cosas crecen, aquí en cambio tenemos que romper la piedra para encontrar mineral».
Mordor tiene diferentes aromas y sabores ¿Cómo los identificas y clasificas? Primero recibes el despiste de una brisa helada y así, con los días, semanas y meses, vas identificando el olor de los ispis fritos de la calle, los pescados crudos sobre el pavimento y el pejerrey de la Ceja que contrasta con el aroma de la fábrica de chocolates El Ceibo. También está el conocido olor a gasolina quemada de los escapes vehiculares, el aceite rancio de los puestos de comida ambulante, las populares tripitas a la broaster, plato alteño y bien aceptado a Bs. 3. Aún no he probado las tripitas a la broaster, pero se parecen a la p’asanqalla de macararrón. También está el dulce de nuez, una especie de masita dulce que sabe a nuez y que supongo debe estar hecha con harina de nueces mezclada con harina de trigo.
Los perros también tienen su carácter y en general caminan abrigados. A excepción de los vagabundos, los otros, los que tienen dueño, van por las calles usando chompas, recuerdo que encontré a uno entre las calles de la terminal de buses vistiendo una chamarra con frisa; son de muchas pulgas y de temperamento desconfiado, igual que sus paisanos humanos, tienden a conservarse huraños, pero al mismo tiempo baten la cola lentamente en señal de aceptación al recibir un soborno, ya sea pan o restos de comida, pero luego continúan ladrando por si acaso. Con los perros de mi barrio-mercado nos llevamos bastante bien, posiblemente porque no soy vegetariana y no les ofendo arrojándoles tofu o carne de soya saborizada.
Un día feriado encontré a los canes de mi barrio parados frente a mi puerta en manifestación de protesta por haberme quedado dormida mientras ellos estaban hambrientos y sin comida. La culpa fue de mi primo, quien me envió un mensaje de texto un día antes diciendo: «Tengo entradas para un Electro Preste. ¡Vamos pues!», seguido de emoticones: carita feliz, plus fuegos artificiales, plus corneta de fiesta. Casi automáticamente respondí: «No puedo, pero gracias igual»: carita feliz. Finalmente me convencí de que era buena idea socializar y visitar un cholet, de todas maneras quedaba a pocas cuadras de mi casa.

Las instrucciones del evento publicado por Facebook eran claras y también una lacra: «Se prohíbe el ingreso con armas, objetos peligrosos, cadenas, manoplas, bebidas, botellas, drogas, comida, mochilas» Parecía que, para los organizadores, íbamos a protagonizar la filmación de una secuela de Mad Max y no una fiesta “Intercultural” y “Pro Pachamama”, la que los mismos organizadores del Electro Preste prometían; también entre la oferta se incluía a famosos desconocidos: DJs bolivianos, un alemán y otros fuera de clasificación.
El transporte al Electro Preste estaba incluido en el precio de la entrada, garantizaba ser seguro, por no decir que delataba la paranoia de los organizadores, con una ruta de A a B, es decir desde La Paz hasta El Alto y viceversa. Un bus saldría desde la plaza Isabel la Católica a partir de las cuatro de la tarde. Esto se me hacía un poco a la imagen de Pinocho y Polilla: cuando se suben a la carroza de Strómboli y en seguida se embarcan con él hacia la Isla de los Juegos, lugar donde se exceden y quedan hechos unos jumentos.
Por la tarde fui a Ciudad Satélite, emblemática población alteña, en el camino el conductor del minibús me decía: «Existe una correlación, una codependencia entre El Alto y La Paz, ellos no son posibles el uno sin el otro, pero al mismo tiempo hay un rechazo muto, pero de eso no se habla». Nuestra conversación se vio interrumpida por otros pasajeros que pedían subir y bajar. Le entiendo, durante mis viajes a La Paz, El Alto siempre fue un lugar de paso, ignoto desde la mirada de una de las ventanas del autobús.
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Mi primo no se equivocó con los emoticones, esas eran exactamente las características de la fiesta: caras sonrientes te recibían después de pagar por la entrada. Pero antes debías llegar a la puerta fronteriza, atravesar la seguridad casi aeropuertaria y aprobar el escaneo facial a priori de los encargados de seguridad; una vez dentro, el cholet se sentía como la dimensión paralela de El Alto: todos los colores de la wiphala distribuidos por dentro, una estampida sonora de música electrónica y bandas, equivalente al sabor de la combinación de una llajwa con quilquiña y un jugoso asado en la boca; músicos, danzarines, entre ellos chinas morenas, maquilladas con colores de awuayu, gente de la Zona Sur de La Paz luciendo tejidos en la ropa y la cruz andina que está de moda desde el 2.005… y gringos, muchos gringos, todos bailando y entrando en ambiente a una misma temperatura, aparentemente con ganas de mezclarse, de ser interculturales y estar en El Alto, pero sin caminar por sus calles ni arriesgarse a viajar apretujado dentro un minibús común. Había algo tan ridículo en toda esa parafernalia, era el estar y no estar, el no ser y pretender ser algo que no se es. El Gran Emperatriz, imponente cholet, era lo que prometía y más: un impensado experimento social.
La primavera fue recibida con la última nevada, dándole otro aspecto a la ciudad cuyos matices desaparecían bajo la nieve. Los fines de semana transcurrían rápidos. Igual que las cabinas del teleférico, poco a poco, las líneas de mi vida se iban conectando con las vidas de otros. Al explorar La Paz y El Alto me encontré en eventos donde falsas cholitas luchadoras vestían polleras y trenzas postizas como disfraces a prueba de turistas enfocados en tomar fotografías, más que mirar la cosa en sí.
Durante meses estuve sumergida en una ciudad que serpentea cual hidra de incontables cabezas, que devora a su paso mujeres, niños, hombres, cuyos rostros se pierden entre las fotocopias de desaparecidos hasta ser un papel más que se traga la ciudad, ante la mirada esquiva de los gobernantes y la policía.

Finalmente comprendo que El Alto es un dragón de Komodo que avanza con torpeza, pero a gran velocidad; una ciudad-lava, toda la gente que sobró y pudo encontrar en el extenso Altiplano un hogar, una guarida, forjando su propia identidad. En ningún lugar me sentí más extranjera, no se parece a otro sitio en que haya estado.
Desde chica los viajes fueron para mí una forma escape, una necesidad de aprender y comprender el mundo, un reencuentro: viajar sola es un gran regalo que se da una misma.
Sartre escribió acerca de la puerta que se dibuja en la pared al momento de continuar: «Algo comienza para terminar: La aventura no admite añadidos… Aceptaría revivirlo todo, en las mismas circunstancias pero una aventura no se empieza de nuevo ni se prolonga, es innegable, tampoco haría nada para evitar su aniquilación, porque me gusta que pase».
El Alto despierta antes de la salida del sol, si es que acaso en algún momento duerme; las mujeres de forma esférica se cubren de mantas, chompas y polleras para salir a dar la cara agreste al frío; a esta hora las cholitas cristianas ya se encuentran bailando frente a la Ceja; la feria de la 16 de Julio ya ha comenzado, entonces habrá que atravesarla por los espacios más angostos que puedan encontrarse. La ciudad se sobrevive a sí misma, al caos, pero todo se calma, se silencia de inmediato cuando miras las montañas nevadas.
Bebo una Inca Kola en la feria antes de tomar el bus de retorno al centro de mi mundo, lugar en el cual fin y comienzo son la misma cosa.
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