En estos tiempos de campañas políticas permanentes, es muy fácil perder de vista cuáles son las prioridades ambientales y ecológicas. ¿Cómo se genera la agenda pública ambiental 2021, cómo se proyecta en escenarios post COVID-19?
Las propuestas políticas y el debate actual en la agenda pública ambiental giran en torno a una problematización simplificada que opaca dimensiones socioeconómicas complejas. Esas son, precisamente, aquellas que deben ser abordadas con urgencia este 2021.
Durante las elecciones subnacionales, hubo propuestas para todos los gustos. Algunas, incluso, muy atractivas para lxs votantes. Tuvimos la promesa liberal/emprendedora de ‘’transformar la basura en dinero’’, unas más retóricas (del tipo ‘’adiós al extractivismo’’) y otras que apelaron a una noción de mano dura: ‘’imponer autoridad’’ en las áreas protegidas.
Desde luego, ninguna de ellas contaba con un plan concreto, presupuesto ni metas.
Por un lado, dada la variedad de problemáticas que existen bajo la agenda ambiental y la complejidad de cada una de ellas, es difícil resolver los dilemas sobre qué tema es más importante y, sobre todo, cómo resolverlo más allá de la retórica.
La superposición de problemáticas ambientales no resueltas —a diferentes escalas y a veces en el contexto de crisis socio-ambientales severas— hace que la agenda ambiental se centre en la oferta de políticas públicas reaccionarias a las crisis. Estos contextos críticos, a su vez, crecen en magnitud y frecuencia, creando una especie de círculo vicioso.
La última década
Desgraciadamente, pese a que esta dinámica no dio resultados positivos en la ultima década, la agenda ambiental pública sigue manejándose en los mismo términos.
Estos últimos diez años han estado marcados por sucesivas crisis de abastecimiento de agua en las mayores urbes del país y la escalada de megaincendios. Entre 2019 y 2020, ambos tópicos tuvieron amplia cobertura mediática.
Por otro lado, la agenda pública se genera en un contexto de falta de información clave para el entendimiento de los aspectos controversiales de la gestión ambiental y de las problemáticas ambientales en sí.
Se trata de una agenda pública que se estructura con base en una narrativa tergiversadora de los actores públicos, mucho más propensos a ocultar información y decir medias verdades.
Evidentemente, no se trata de caer en la noción simplista de que más información y transparencia resuelven, per se, los problemas estructurales del modelo económico extractivista y degradador del medioambiente en Bolivia.
Se trata de entender como la falta de información, o la información parcial, contribuyen a las narrativas socioambientales —del sector público, privado y de la sociedad civil— y la agenda que promueven.
Entonces, ¿qué esta fallando en la problematización social de la agenda pública del bosque y la deforestación en Bolivia? ¿Qué elementos son clave a la hora de discernir sobre qué tipo de propuesta de política pública tiene un potencial real de transformación?
¿Cómo evitamos seguir enfrascados en una política pública socioambiental poco efectiva, retórica y contraproducente?
‘’El que poco divulga, poco o nada informa’’
Para los actores que siguen este tema de cerca, desde hace años es bastante evidente que el acceso a la información sobre la situación y la gestión pública de los bosques se fue deteriorando.
A partir del conflicto por el TIPNIS, el Gobierno dejó de divulgar información actualizada y de calidad sobre la deforestación en el país. Además, presionó a las ONG ambientales, que generaban ese tipo de información, para que cesen sus labores.
Es posible encontrar estudios nacionales sólidos sobre la deforestación en Bolivia previos al 2012. Luego, no hay más que menciones en prensa sobre resultados que no son accesibles al público y que, habitualmente, llegan a destiempo. Incluso años después de los hechos que reportan.
Si bien ahora existen iniciativas globales, como el Global Forest Watch o MAAP —que realizan ese tipo de ejercicios y contrarrestan la presión a nivel nacional y la ausencia de divulgación—, sus datos no son ampliamente difundidos en el país.
Además, carecen de algunos matices clave que solo la institucionalidad pública podría proveer.
En suma, en el caso de la deforestación, no existe ninguna serie de datos oficiales a los que la población pueda acudir para entender la tendencia y los resultados de las políticas públicas. Ni siquiera cuando, al día de hoy, existen datos actualizados hasta finales de 2020 (gracias a las iniciativas globales mencionadas antes).
¿Quiénes ocupan y deforestan las áreas forestales?
Más grave aún es que los datos sobre la distribución y la tenencia de la tierra de las áreas forestales incendiadas y deforestadas —o la información sobre la proporción y localización de las ocupaciones ilegales— no son de acceso público.
Asimismo, se evita un debate real, basado en datos, sobre quiénes son los actores que generan esta deforestación, a quién pertenece la tierra y cuáles son sus objetivos. Estos dos vacíos de información generan concepciones erróneas en la opinión pública, que son aprovechadas por las autoridades.
Como lo indica un estudio reciente, la deforestación en Bolivia generó en cinco años (2013 a 2018) un cambio de uso de suelo de áreas forestales de más de 750,000 hectáreas (el equivalente a más de dos veces la superficie de Santa Cruz de la Sierra). El 77% de estos terrenos fueron destinadas al uso agropecuario.
Esta expansión de tierras agrícolas se realizó a favor del sector soyero y ganadero.
Grandes empresas y empresarios son quienes tienen el control de las mayores extensiones de tierra. No pasa lo mismo con pequeños productores o colonos, como dio a entender la narrativa promovida por el sector del agronegocio en 2019, a través de Luis Fernando Camacho, uno de sus portavoces.
De hecho, datos de la Autoridad de Fiscalización y Control Social de Bosques y Tierra (ABT) indican que para el 2019 el 63% de las autorizaciones para deforestación fueron otorgadas a favor de operarios privados y solo el 30% a favor de campesinos.
En otras palabras, la falta de información le permitió al agronegocio hacer de los colonos y pequeños productores de soya el chivo expiatorio de los incendios y la deforestación, cuando en realidad ellos fueron los mayores beneficiarios de la expansión de la frontera agrícola.
De igual forma, considerando que más del 50% de los desmontes se realizaron de forma ilegal y que la deforestación se incrementó, queda claro que la ABT no cuenta con la voluntad política, los instrumentos, ni los recursos para asumir una tarea de esa magnitud.
Las «sanciones»
El monto de las sanciones económicas por quema ilegal emitidas por la ABT es extremadamente bajo. Su tope es de aproximadamente 230 bolivianos (100 UFV) por hectárea para empresarios y 46 bolivianos (20 UFV) por hectárea para los pequeños productores agrícolas o pecuarios.
Además, en agosto 2019, en medio de los megaincendios en la Chiquitanía, la ABT llevó adelante un descuento en las sanciones monetarias. Esta “rebaja” osciló entre el 20% y 60% del total.
Ese año, la ABT realizó solo 459 inspecciones por quema ilegal o desmonte. Una cifra irrisoria frente los 6.4 millones de hectáreas (el equivalente a la superficie de todo Pando) arrasados por los incendios forestales y la pérdida de unas 850,000 hectáreas de cobertura boscosa, como indica la misma institución.
A raíz de esas inspecciones, la ABT inicio 39 procesos por quema ilegal y 317 por desmonte ilegal. En el mediano plazo, entre 2013 y 2018, la ABT regularizó un total de 1.62 millones de hectáreas que fueron desmontadas ilegalmente.
Los intereses del sector privado y del Estado parecen estar alineados a favor de la deforestación. Incluso puede percibirse un “esmero” por ayudar a los privados a evadir sanciones. Esta actitud deja dudas razonables sobre la prevalencia de la corrupción en dicha repartición pública.
Del dicho al hecho
Queda claro que más normas no enmarcadas en una política pública sostenida y voluntariosa, sin los recursos necesarios para su implementación, no son una solución.
Por otra parte, incluso si la ABT contara con la capacidad de implementación de las normas que impiden la deforestación, existen varias evasivas legales para los que infringen dichas normas. En el peor de los casos, las sanciones son tan bajas que no logran disuadir a los mayores responsables de la deforestación.
No se trata, entonces, de un problema normativo, sino más bien de una carencia de políticas públicas.
Una política publica, en este caso, se constituiría entre otros por un trabajo efectivo, escalable y coordinado de la ABT, a través de subsidios y líneas de créditos que incentiven la no deforestación. Actualmente, se aplica la lógica contraria. Además, es necesaria una divulgación transparente, que permita el control social.
Desde luego, también existen normas que favorecen la deforestación. Un ejemplo es el paquete de normas que fueron bautizadas como ‘’incendiarias’’ y cuya abrogación debe ser urgente.
A pesar de que en la última década el Gobierno optó por el desarrollo de normas ambientales, con retóricas ecologistas de apariencia radical, su implementación ha sido prácticamente inexistente.
Son, sobre todo, normas simbólicas. Como la Ley Marco de la Madre Tierra Y Desarrollo Integral Para Vivir Bien, aprobada en el 2012. Casi diez años después, esta ley carece de una reglamentación para su implementación. Sin embargo, fue presentada ante las Naciones Unidas como un avance histórico mundial.
Se trata de una política pública de ‘’greenwashing’’. En otras palabras, promueven una imagen ambiental abusiva: una ley sin partes operativas es una ley que promueve el status quo. En este caso, como ejemplo, esto significa no hacer nada nuevo en contra de la deforestación.
Este 2021, no necesitamos más leyes simbólicas, que carecen de instrumentos operativos. Si hay algo que se puede mejorar es el presupuesto para las instituciones existentes y reglamentos para las leyes vigentes, para acelerar su implementación.
Sin caer en trampas retóricas, cabe apuntar que la problemática de la deforestación se resuelve solo con un cambio del modelo de desarrollo agropecuario del país, que goza de un Estado y de acceso a mercados internacionales complacientes y cómplices.
Está claro: si los actores que generan deforestación no sufren un “desincentivo” económico real, nunca van a dejar de recurrir a la deforestación (ya sea ilegal o legal).
¿Hay alternativas?
En ese sentido, hay innovaciones menores en la gestión pública que se pueden llevar adelante.
Una de ellas es la implementación de leyes de “debida diligencia”. Estas normas pasan a las empresas exportadoras la responsabilidad de demostrar y verificar que los productos agropecuarios que pretenden enviar al mercado internacional son producidos en zonas no asociadas a deforestación.
La región brasileña de la Amazonía, desde 2006, aplicó una iniciativa similar en la que, mediante una moratoria para la soya asociada a deforestación y políticas públicas complementarias. Con estas medidas se logró evitar, en la primera década, entre 9,000 y 27,000 kilómetros cuadrados de deforestación.
Sin embargo, estas normas no fueron suficientes frente al cambio en la política publica forestal y agropecuaria operado por Bolsonaro años después.
La tergiversación de la realidad en torno a la problemática de los bosques bolivianos es posible debido a la falta de divulgación de información pública. Esta falta de transparencia promueve una gestión pública deficiente y negligente.
No se trata de un problema exclusivo de la deforestación, el mismo ejercicio puede realizarse para la gestión del agua y/o del cambio climático en el país.
Es necesario construir, desde la ciudadanía, una mirada critica a la agenda ambiental de los actores públicos y, sobre todo, exigir una mayor transparencia en el acceso a información pública.
En el ámbito ambiental, no todos los esfuerzos suman. Muchas veces, una propuesta de agenda pública deficiente o de ‘’greenwashing’’ no ayuda y empeora la situación, dejando la sensación de que todo lo posible ya está hecho.