«Represores y hostiles», esos son los adjetivos que usa Leila Guerriero para hablar de los museos, para situarlos por fuera de la romantización de la cultura elitista y excluyente que contamina estos espacios.
Leila Guerriero
A veces pienso que es el olor (ese aroma tieso, ni dulce ni agrio: muerto). Otras, que es el silencio (ese rumor: el goteo repugnante de pasos sin rumbo). Otras, la luz: ajena y helada (viscosa), con babas de otro mundo. Después me digo que no. Que nada es peor porque en un museo -todo los corredores y la luz y el olor y el silencio- es peor.
Vivo en Buenos Aires y evito, siempre que puedo, los museos de la ciudad donde vivo. Y cuando viajo evito con alevosía los de otras ciudades, en especial los de arte, arqueología, pintura e historia. La lista de los museos en los que no he estado -de ciudades en las que sí- es más o menos larga: el MoMa, el Museo de Historia Natural, la Frick Collection de Manhattan; el Guggenheim, el Museo de Orsay, el Centro Pompidou de París; el Reina Sofía, el Thyssen-Bornemisza y el Prado de Madrid; el Museo Picasso de Barcelona; la Alte Nationalgalerie, el Altes Museum y la Neue Nationalgalerie de Berlín; el Museo de Arte Moderno, el Palacio de Bellas Artes, el Museo Rufino Tamayo, el Museo Frida Kahlo de Ciudad de México. Y eso es solo un repaso rápido. También desconozco -si los hay- todos los museos de Río de Janeiro, Santiago, Montevideo, Zagreb, Dubrovnik, Auckland, Jakarta, Kuala Lumpur, São Paulo, Salvador de Bahía. Etcétera.
No voy a museos. No entiendo en qué consiste su encanto, su absurdo canto de sirena, y cómo lograron imponer con éxito la superstición en nombre de la cual nadie -nadie- se atreve a pisar la misma ciudad que habita el Guernica sin ir a verlo. Yo lo hice, y sobreviví para contarlo.
Así como otros huyen de barrios marginales, yo huyo de los museos. Solo la lluvia -o el morbo- pueden empujarme a esos sitios donde nunca pasa nada, donde yace congelado todo lo que ya pasó. Me desconciertan su belleza helada y sus ademanes impostados, pero mucho más me desconciertan todas las señoras y señores (de los que compran siete días y cinco noches en Europa, de los que toman vacaciones desinfectadas en el Club Mediterranée) que se arrojan como lobos a las galerías del Prado y parecen perfectamente cómodos con la perspectiva de pasar horas entre objetos producidos por personas o culturas remotas de las que jamás han oído hablar: Ghirlandaio, asirios, Turner. Me aterra ver cómo ellos ven algo que yo no. Cómo disfrutan locamente de algo que a mí me aburre tanto.
Aunque a veces pienso que, quizás, las decenas de jubilados europeos, clasemedia japoneses y nuevorricos latinos que se detienen ante cada estatua, ante cada trozo de reliquia, no ven -como yo no veo- diferencia alguna entre una vasija del siglo V y otra del siglo I pero recorren los museos -y todas sus salas- empujados por el mismo reflejo condicionado que los lleva, después, a la torre Eiffel y al Coliseo romano, a Eurodisney y al Museo del Holocausto, a Auschwitz y al Ground Zero, a tomarse fotos sonriendo y comprar souvenirs y postales para volver a casa felices y mostrar sus videos -y sus fotos- y decir existe, yo fui, yo vi: yo estuve ahí.
En los museos no se puede reír, no se puede correr, no se puede bromear, no se puede tocar ni decir no me gusta, porque se supone que todo lo que está ahí merece reverencia y respeto, tal como sucede en los funerales con el muerto en su cajón: merece respeto. Los museos son sitios represores y hostiles y esa es, probablemente, la forma más sencilla que encontraron para garantizar su credibilidad. Porque el valor de un museo -la autenticidad de todo lo que contiene- es, para la mayoría de los ciudadanos, incomprobable: una cuestión de fe. Así alarmas, células detectoras de movimiento, rejas y guardias intimidantes están allí para cuidar que usted no dispare su flash -ni escape con un retablo de El Bosco en la mochila-, pero también para disimular un hecho flagrante: de los millones de personas que visitan cada año cualquier museo del mundo, un porcentaje aterradoramente bajo es capaz de reconocer entre un original y una copia perfecta. De modo que visitar un museo es, antes que nada, una profesión de fe. Y quizás porque carezco por completo -de fe- he ido a pocos. Una lista bastante exhaustiva de aquellos en los que estuve incluye el Metropolitan Museum de Nueva York; el Louvre de París; el museo de Pérgamo y el museo Egipcio de Berlín (donde entré, vi la cabeza de Nefertiti -3.000 años de historia suspendidos en una jaula de vidrio- y me fui) y, luego de cuatro viajes a esa ciudad sin haber ido, el Museo Nacional de Antropología de Ciudad de México en el que estuve una hora, aunque mi guía de Lonely Planet advierte que se necesitan días. Y, entre mis 8 y mis 13 años, contra mi voluntad, visité una larga lista de deprimentes museos de pueblo atendidos por sus propios dueños a los que me arrastraron mis padres cuando recorríamos la Argentina en carpa, y de los que no recuerdo nada: apenas el olor a encierro de esas habitaciones tristes y el cansancio voluntarioso de sus dueños.
En todos los países hay museos así: personas que han hecho de sus obsesiones privadas colecciones públicas de vírgenes de madera policromada, vacinillas rancias, tostadoras, sanitarios, Barbies y Kens.
Trozos de asfalto. Pelo. Como Leila Cohoon, que anuncia en internet su Hair Museum en el que guarda más de 2.000 piezas echas de pelo humano. Cohoon, una cosmetóloga rubia entrada en años, tiene trozos de su familia -bajo la forma de cabello- que datan de 1725. Eso incluye dos monstruosas guirnaldas hechas con pelo de sus hermanas rapadas antes de entrar a un convento. En Argentina, lamentablemente, mis padres nunca dieron con algo tan morboso. En cambio, cuando yo tenía diez -quizás nueve- fuimos a la provincia de Misiones y llegamos, por un sendero de selva, hasta una casa pordiosera repleta de objetos dispuestos como se disponen los objetos de los muertos: en escenografía frígida, falsa, imaginaria. Después de recorrerla mi padre, entristecido, se sentó afuera, sobre la hierba fluorescente y me dijo que a su héroe, a Horacio Quiroga (el escritor que había levantado esas paredes en medio de la bruma verde) le habría parecido deleznable ver su hogar -la casa de su furia, la casa de sus sueños terribles- travestido en inocente casa de muñecos. A mí no me importó (los cuentos de Quiroga me hacían temblar de miedo y asco, no sabía nada de la vida de ese hombre oscuro) pero entendí de un golpe la muerte y toda su indefensión y el ácido del tiempo que solo deja fantasmas a su paso. No he vuelto a sentir esa emoción desesperada en ningún museo, y no entiendo por qué: si los museos son el ejemplo más crudo de la finitud humana, la clara evidencia de que vamos a morir. En cambio, cada vez que entro a uno tengo la sensación de estar en brazos de un atleta perverso, alguien que ha hecho grandes esfuerzos para simular, bajo su tersa piel de mármol, su condición de tumba, de cruda calavera, de sepulcro refrigerado.
Y también es probable que, para el viajero promedio, la visita a museos cumpla una función terapéutica. Un museo es la tabla de salvación ante el vacío al que expone todo viaje. En medio de esa incertidumbre, un museo es el reino de lo previsible, un canto a la estabilidad y la permanencia: Planeta Prolijidad. El antídoto perfecto para la angustia del turista que necesita saber qué hará el viernes, entre las 9 y las 12. Así, folleto en mano, la cabeza embutida en una audioguía, Su Majestad El Museo garantiza tres horas de tiempo seguro -y aburrido-, plácido -y monótono-, lejos de los peligros de una ciudad que, afuera, desborda imprevisión.
Yo soy un espíritu caótico. Prefiero el desorden de los mercados, el griterío de las ferias populares, la humildad de los barrios modestos, la obscenidad de los obscenamente ricos. Si voy a un museo lo recorro rápido, no compro catálogos ni planos ni me acoplo a los pasos de un guía que enhebra datos con el mismo entusiasmo mecánico con que los sexólogos hablan de las cosas del fornicio por televisión. Prefiero hervir bajo un sol de fragua en una mina de oro, prefiero ver peces bajo el agua, prefiero no hacer nada con tal de no ir a un museo, con tal de evitar, por ejemplo, aquel Museo Nacional de Bangkok que se anunciaba por toda la ciudad y en todas las guías como el más grande y el más interesante del sudeste asiático y al que cambié -cambiamos- por los callejones mugrosos, los chorros de oro falso en las tiendas del barrio chino, el olor excepcional del mercado de pescado, el temible estadio de boxeo tailandés -y aquella pelea arisca por culpa de una apuesta mal hecha- y esos fideos babosos que comimos en un chiringuito sobre el río Chao Praya y la lluvia caía y yo pensé -lo dice mi libreta de tapas de hule- que esas cosas (el río, los fideos, la mugre rubia en tus pestañas cansadas) nunca se ven en un museo. Nunca.
Hace poco llovía en Berlín y mi avión salía a media tarde. Tenía tiempo para hacer una sola cosa más, corta y rápida, y mi guía Lonely Planet decía «Si solo se tiene tiempo para un museo en Berlín, tiene que ser el Pergammonmuseum». Era mediodía, y no había mucho que perder. Fui. En las salas pequeños grupos se agolpaban alrededor de guías que narraban lo mismo que contarían mañana, lo que habían contado ayer y volverían a contar el año que viene sobre Grecia, Babilonia, Roma, el mundo islámico y Oriente Medio, mundos de los que provienen los tesoros principales del museo: el altar de la ciudad griega de Pérgamo, la puerta de Ishtar, la puerta del mercado de la ciudad griega de Mileto. Aquí y allá impenetrables visitantes deambulaban como zombis reconcentrados, las manos en la espalda, reflexionando sobre asuntos fundamentales (quizás se preguntaran por qué las colecciones más impresionantes sobre arte islámico están fuera de países islámicos; quizás se preguntaran por qué alguien debería sentirse orgulloso de eso) antes de pasar por la tienda de souvenirs donde la Institución se prodiga en tazas, camisetas, llaveros y reproducciones a escala de las reliquias estrella. Estuve 45 minutos. Tomé dos rollos de fotos. En una, un nene tomado de la mano de su padre mira absorto la puerta de Ishtar mientras su padre lee, atento, una placa con información. En otra, más de diez personas alzan el rostro hacia el mismo punto en las alturas, tal como las vacas en el campo se ponen de acuerdo para comer con la cabeza apuntando hacia el mismo horizonte. En otra, una mujer muy pálida está sentada frente a un enorme mosaico azul, como si se hubiera quedado sin fuerzas, como si no le quedara ya nada por hacer. Todos parecen reconcentrados mirando algo que se me escapa. Un secreto que no es para mí.
Me pregunto si ven algo que yo no veo o si están solos, aterrados ante la idea de salir a una ciudad extraña, abierta de lunes a lunes las 24 horas, sin días de entrada gratis, sin guías, sin auriculares, sin carteles que indiquen cómo funcionan las cosas ni para qué sirven ni cómo se usan ni quién las hizo, sin advertencias de peligro. Una ciudad que, en cualquier momento, puede estallarles en la cara, desfigurarlos sin previo aviso, matarlos de angustia o soledad. Dejarles marca para siempre.