El cineasta paceño ganó por segunda vez el Premio a Mejor Largometraje en la Competencia Internacional del 23° Festival de Documentales de Santiago de Chile. Para celebrar este reconocimiento al cine boliviano de «alto riesgo», estético y discursivo, compartimos una suculenta lectura a la también segunda película de Hilari.
Mary Carmen Molina
Jesús con los brazos abiertos, con la túnica clásica y la palabra en la boca, en un paraíso de colores y animales, en movimiento. En la última secuencia de El corral y el viento (Bolivia, 2014), el primer largometraje de Miguel Hilari, la cámara sigue a una flota por la carretera desde/hacia La Paz, hacia/desde Santiago de Okola, a orillas del Lago Titicaca. La parte trasera del bus que vemos avanzando tiene pintada la imagen religiosa con la que comienza este texto, imagen que describo escarbándola de la memoria, confundiéndola con otras imágenes, otras películas, otras cosas que tal vez he visto, pero no sabría decir con precisión dónde. Tal vez es que he visto esto en más de un lugar, y lo recuerdo en la película y fuera de ella. Tal vez no todo es memoria, pero sí, todo lo que hay son imágenes.
La salvación, el paraíso, el movimiento, ir y volver de un lugar a otro, las imágenes de los trayectos, las imágenes como restos, sí, pero sobre todo las imágenes al filo de la evocación y la cosa viva que se persigue dentro y fuera de una película, todo esto me lleva de la flota de una película a la moto de otra. En Compañía (Bolivia, 2019), Hilari mira otro rostro que se desplaza del campo a la ciudad y viceversa, un cuerpo que sobre dos ruedas moviliza otras salvaciones, se mueve entre otras evocaciones y encuentra en la fiesta y las imágenes unas maneras de establecer un vínculo diferente con el tiempo y la memoria.
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En El corral y el viento, Hilari se pregunta por su padre y el lugar de donde es, que también es el suyo propio. Este lugar, Santiago de Okola, está a tres horas de la ciudad de La Paz. Compañía, comunidad en la provincia Muñecas, más hacia el norte del departamento de La Paz, está a doce horas de la ciudad. Allí Miguel Hilari llegó por casualidad –contó en el conversatorio después del estreno de la película en el Festival Visions du Réel en Nyon (Suiza)– y allí volvió varias veces durante al menos cinco años, para filmar, en principio la Fiesta de Todos Santos en el pueblo, y la danza y la música que se baila y toca, la Cambraya. Con el tiempo, filmó otras fiestas y otros momentos de la gente en el pueblo y fuera de él, en la ciudad, donde viven varios comunarios, “los residentes”, que van y vienen del campo a la ciudad constantemente. De manera similar al impulso de introspección y distancia en su primera película, Hilari encuentra en la experiencia de migración y desplazamiento de los residentes de Compañía un pliegue de la temporalidad que quiebra la línea del camino. Ir y volver, venir y volver a irse son, sobre todo, maneras de vivirse en el desplazamiento y la evocación constante de lo que, sin haberse ido completamente, vuelve y se vuelve a ir. Seguir y encarnar las imágenes de estos lugares y estos cuerpos, imágenes en tanto estrategias de registro de unos desplazamientos a través un tiempo envuelto y desenvuelto, es el aliento de Compañía.
En la primera secuencia, de una potencia casi enajenante que resuena y toma toda la cabeza, la película le da forma al desplazamiento desde la articulación de la música y las imágenes de un camino. La Cambraya, una música que retorna sobre sí misma una y otra vez, encuentra en las imágenes otro alcance para su ritmo, alcance en el que la circularidad de la estructura musical se halla también en otra especie de circularidades que pinchan la secuencia, los encuadres y las imágenes que pasan, circularidades como huecos abiertos en el montaje. Huecos, hoyos negros, superficies hacia adentro, a estas figuraciones conducen lo que, en primera instancia, podríamos entender como transiciones en negro a lo largo de la secuencia inicial. El ritmo arbitrario de estos pestañazos a negro, en contraste con el ritmo de la música, establece una transición hacia adentro y no hacia adelante –como lo haría una transición “convencional”– y señala un desplazamiento parecido a la pérdida que ocurre en un trance, ese al que nos jala la música, un desplazamiento que desorganiza una marca lineal sobre la ruta, una ruta de hoyos negros que se comunican entre sí, o no.
Hilari registra la Cambraya desde el interior de este hueco. No solo la atmósfera de neblina y humedad que atraviesa Compañía, sino la situación de la mirada, de la cámara en medio y junto a los pobladores que bailan y hacen música, abre el registro de una interioridad que, encarnada, se recorre con todo el cuerpo. Modelado el tiempo por y hacia adentro, el relato de los sueños o los recuerdos de algunos habitantes y residentes de la comunidades horada el encuadre, desplazando la mirada hacia algo que queda por oír, pero también tocar para seguir mirando.
Y creyendo. Compañía es una película sobre la fe. La fe religiosa, que vemos en la celebración de la fiesta andina de Todos Santos y en las ceremonias evangélicas de las que son parte algunos residentes de la comunidad, pero también la fe como un impulso más expansivo que compone buena parte de los deseos. Así, como un relato de fe y de deseo, puede entenderse la narración de una mujer joven en una secuencia de la película: ella cuenta sobre cómo la convencieron para irse a la ciudad, y entremezcla el relato con los recuerdos de alguien y las imágenes de un sueño. A ella la escuchamos solamente, y su imagen se compone de alguna forma de entre todas aquellas que ella misma hace con sus palabras y de las imágenes que, como si el encuadre fuera el interior de un hoyo, vemos realmente en la secuencia. En esta película, la fe, profundamente, es la fe en las imágenes.
En las imágenes y en la fe que se potencia a través de ellas se sostiene la historia de uno de los residentes de Compañía. En la ciudad, él tiene un estudio fotográfico, donde hace fotografías sobre todo para trámites y eventos sociales. También hace filmaciones. Dos secuencias en Compañía nos hacen un relato a través de fotografías y de los huecos que estas abren calibrando el tiempo. Por una parte, conocemos la historia del personaje, su desplazamiento del campo a la ciudad, a través de imágenes que fungen como marcas de una ruta. Por otra parte, a través de una serie de retratos frontales –imágenes en tanto objetos-fotografías–, y de la preparación del cuerpo para la foto y la dilatación de la pose a través de la filmación de este momento (fuera y dentro del estudio), pareciera que la fe en las imágenes radicara en un pliegue de materialidades: esa que la constituye, otra que la circunda y otra todavía, que se alojaría en sus profundidades. La imagen como espacio expansivo, dentro y fuera del cuadro, pero también como hoyo, hacia adentro de una superficie, dispara la materialidad y la relación con ella a través de la mirada que media una película. Esta es otro pliegue, una nueva calibración con el tiempo que lo dilata haciéndolo volver sobre sus pasos, modelando la fe para la potencia de unas imágenes que no dejan de aparecer, volver y volver a irse.