La Editorial El Cuervo lanzará hoy «¡Cómanse la ropa!», en una transmisión en directo por facebook. Valentín Trujillo, autor del libro, dará un conversatorio online a las 18:00 que puedes seguir a través de la página oficial de este sello boliviano.
Valentín Trujillo es un escritor, profesor y periodista uruguayo. En 2017 fue incluido en la lista Bogotá39 como uno de los mejores escritores latinoamericanos de ficción menores de 40 años.
Es la primera vez que Trujillo es publicado en Bolivia, y gracias a la Editorial El Cuervo te compartimos un fragmento del primer capítulo de esta gran novela.
PRIMERA PARTE
Costa del Perú, febrero de 1823
Varios caballos se le superponían al coronel Brandsen en la memoria y frente a sus ojos. Hacía años, había visto a un húsar sangrar a su caballo en la estepa helada de Polonia. Le había hecho un pequeño corte con un alfiler en una vena del cuello, donde la carne se hace tan dura, tan roble. Aguantaba con su dedo el torrente que parecía un manantial rojizo, para beber como un jinete vampiro, para que sus tripas se llenaran de un alimento caliente en medio de un páramo de hambre. Había visto a un cosaco esconderse en el vientre de un caballo ahuecado por una granada. Recordaba otro animal, cargado hasta la médula, tirando de un cañón por un repecho que bordeaba un abismo en Huánuco, persiguiendo partidas realistas. A cada esfuerzo dejaba las marcas de sus herraduras. Un cholito lo miraba y a cada paso cansino sonreía, apuntaba con su pequeño dedo índice al coronel y sonreía de nuevo con dientes amarillos iguales a granos de maíz. Había desarrollado las guerras en su interior, como un órgano que segregaba visiones.
Soldado de caballería, Brandsen había visto muchos ejemplares a lo largo de su vida. Pero no había visto nunca a ninguno revolear los ojos dentro de sus órbitas con la desesperación del que tenía adelante. Los ojos no tenían nervios que los amarraran a sus cuencas y los redondos globos de marfil blando se habían puesto en blanco, como por efecto del opio. Embarcado en una triste fragata, en medio de una tormenta sobre la costa peruana, el caballo sentía que el suelo se le resbalaba bajo los afilados vasos herrados y herrumbrados por el agua salada. Los hombres sentían lo mismo. El caballo no está hecho para el mar. Pero entonces Brandsen tampoco sabía que ese animal, asustado y ajeno, iba a salvar su flaca silueta de la muerte.
La fragata subía y bajaba al ritmo de los paredones de agua oscura. El Pacífico había perdido por unos días la cristalinidad fría que define su tono de azul. Las olas parecían desgajadas y caídas al mar desde aquellas nubes horizontales y grisáceas del cielo de mayo. Los hombres lo sabían. Lluvia en la costa peruana era una mosca blanca o un diente en un ojo, contra natura. Alguien había prendido un candil de grasa, un resplandor opaco en el viento. Había puesto un reflejo anaranjado sobre la ropa mojada de los soldados. Brandsen estaba aferrado a un cabo que tenía amarrado con tres vueltas en el antebrazo. Según el reloj manchado de sal de un viejo irlandés que iba en la goleta, eran apenas las dos de la tarde, pero la noche ya le había ganado el firmamento a lo que toda- vía quedaba del día. A su lado estaba el coronel argentino Juan Lavalle, uno de los jinetes más feroces y hábiles que había conocido, con una barba de clavos apenas erizada por el viento. Más allá, el teniente oriental Enrique Martínez, tiritando de fiebre y mordiendo una soga para que los dientes flojos no le repiquetearan. El oficial al mando de la goleta era otro irlandés, un imberbe joven rubión aficionado al rapé, de apellido McPowells. Daba órdenes secas a su piloto, que sostenía el timón contra la voluntad de ese pedazo de madera en el último impulso del árbol rebelde que fue.
Nadie hablaba porque no había nada para decir. Volvían a Lima de la expedición a los puertos intermedios, rechazados y derrotados por los realistas, que sostenían en la distancia el poder de la corona española en los territorios inhóspitos. Habían navegado desde la Lima liberada por San Martín hasta el puerto de Arica. Desembarcaron en la noche, agazapados en las sombras. La arena era un manto de hielo escarchado. Del suelo salía un aliento de azufre, no sabían bien de dónde, ni quién o qué lo producía, pero bien pudo haber sido del mismo infierno. Habían tomado la ciudad sorprendida en el sueño de la ignorancia. Y avanzaron sobre Tacna y luego se animaron a trepar el Ande y el páramo que separa las montañas de la sierra del llano árido de la costa.
La sorpresa y el golpe de mano los había ayudado en Arica, pero no fue lo mismo en la sierra. Allí el godo estaba fuerte. El Imperio español era un caballo herido y enceguecido, pero todavía tiraba patadas violentas y resistía. Brandsen, Lavalle y el resto de los oficiales sabían que no había nada más peligroso que un ejército que entraba en agonía. Podían resistir por años, hombres terminales aferrados a la sierra.
El puño firme de las milicias realistas los había rechazado en el encajonado pueblo de Torata, unas leguas al norte de Moquegua. Varios patriotas habían quedado boqueando, con el pecho arrancado de cuajo por los disparos. Habían tenido que retroceder hasta el mar bajando de la sierra a los tumbos, a las patadas, huyen- do de los gritos y las avalanchas de piedra de los godos por varios días, con la amenaza en la nuca. El enemigo los había expulsado y escupido de la sierra tanto como de la costa. La retirada fue heroica pero sangrienta. Los granaderos habían rechazado unas diez veces al ejército español para que el resto de la tropa pudiera embarcar en la goleta en el puerto de Ilo.
Ahí hubo muchos caballos muertos, además de hombres, pero era más importante la monta. Caballos que seguían galopando aunque estuvieran cosidos por ráfagas de tiros de bayoneta corrían y se desangraban hasta que se detenían en resuellos convulsos o reventados por el infarto. Relinchos y estertores. Se arrodillaban y caían solo para morir en la arena hirviente, si el sol estaba encima del horizonte, o en la arena fría y metálica de la noche. Los cuerpos, ya sin vida, tocaban el suelo agotados por los últimos galopes. Los pocos caballos que llegaron a subir a la goleta estaban ahora frente a la cara lívida de Brandsen.
El de los ojos mareados tosió, separó las patas delante- ras casi con el movimiento de una jirafa, nunca vista por aquellos hombres. Bajó el cuello sobre las tablas hincha- das de la cubierta, abrió la boca y separó el belfo en una arcada que le atoró el freno sobre la lengua. Comenzó a vomitar una sustancia negruzca y viscosa. Sobre la cubierta quedaron las pocas algas secas que habían comido en la playa desolada de Ilo, antes de embarcarse.
El sol era algo demasiado lejano. Antes de que el postrer reflejo de luz que todavía bajaba de las nubes diera paso a la oscuridad, desde el pequeño castillete enarbolado encima del palo mayor, el vigía gritó: «¡Tierra!». Parecía el recuerdo de un sueño olvidado, pero llegaba con alarma. Un manchón horizontal de color indefinido,
entre el marrón del tabaco y el gris oscuro, a estribor.
El capitán McPowells estiró el brazo derecho, que se alargó un poco más en su catalejo. Chascó la lengua y escupió a un costado. Volvió a mirar a la distancia.
«¡ftat’s a rain cloudburst, damn it!», dijo.
«¿Rain?¿La pluie?», pensó Brandsen para sí, con una mueca desconfiada. Llevaba más de un año y medio al mando de los Granaderos de los Andes, y su cuerpo y su piel sabían con seguridad que si había algo que no sucedía en la costa peruana era la lluvia. Miró al irlandés y solo vio a un hombre ignorante que no estaba a la altura de las circunstancias. Una hora más tarde su cuerpo estaría en el fondo del Pacífico y, con los años, en su calavera crecerían corales.