¡Celebramos 30 años de La nación clandestina con el Cineclubcito en cinco ciudades! Compartimos una lectura clave para entender la obra cumbre del Grupo Ukamau y los detalles del evento.
Silvia Rivera Cusicanqui
«…Nayrapacha: tiempos antiguos. Pero no son antiguos en tanto pasado muerto, carente de funciones de renovación. Implican que este mundo puede ser reversible, que el pasado también puede ser futuro».
Carlos Mamani
Las imágenes de esta película dejan la sensación de una travesía luminosa por el pensamiento y el espacio andinos, organizados en la trama de lo ritual y lo cotidiano. Creo que se trata de la obra más madura de Jorge Sanjinés, lejos de los esquematismos en los que se había derivado su filmografía, particularmente la del exilio (Llujsiy kaymanta y El Enemigo Principal, por ejemplo). Puesto que la madurez es un periodo en el que se atan cabos, donde hilos largo tiempo abandonados retoman a la urdimbre, Sanjinés ha incorporado aquí el trabajo estético y simbólico de Ukhamaw y de Yawar Mallku, del cual aparentemente habría «renegado» en anteriores trabajos. En este sentido, es una obra que sintetiza lo mejor de su trayectoria. Aunque a algunos el lenguaje «revolucionario» de este film pueda parecerles obsoleto -la amnesia oficial de este país así lo quiere, pero también los vuelcos que está dando el mundo socialista– Sanjinés ha logrado renovar su fuerza, gracias a que ha superado el tono mesiánico y «programático» de antaño, para abordar una reconstrucción histórica cargada de sentidos e interrogantes.
Aquí hay hálito de convicción y verosimilitud cuando se elaboran argumentos revolucionarios -por ejemplo en Vicente, el profesor rural hermano del personaje principal-, porque estos están plenamente respaldados por la vida del personaje. En lugar de «construir» por fuera de la historia, Sanjinés reconstruye la vida de los comunarios de Willkani, que se entretejen con la historia «nacional», a través de episodios apenas sugeridos, pero elocuentes (los muertos cargados en frazadas, imagen repetida tantas veces como matanzas y combates sociales hubo en las últimas décadas). De ahí la economía de palabras que exhibe el filme, aunque la versión castellana -quizás por dificultades de traducción– sea bastante más lacónica que la banda aymara. Se puede ver, con todo, un cuidadoso trabajo de lenguaje a partir de estilos metafóricos muy propios del aymara, con los que se componen figuras literarias sobrias y de gran belleza.
Es precisamente la continuidad/superación de sus propias concepciones estéticas lo que da tanta solidez y profundidad a esta obra. Una breve comparación con el Enemigo Principal nos sugiere algunos elementos de análisis. En aquel filme, la imagen del guerrillero es construida arquetípicamente y se traslada a la ficción mediante una estrategia naturalista: se hace como si el guerrillero comprendiera perfectamente la cultura de la comunidad, como si, por lo tanto, fuera capaz de convivir y compartir la vida comunal, aún siendo visiblemente externo –barbudo, clase media, delgado– un arquetipo muy caro al imaginario de los años setenta. Una escena que resume este proceso de construcción «externa» de significados, es la del baile de los guerrilleros con los comunarios, donde las diferencias se borran en la ebriedad del ritmo. Con este mecanismo naturalista, tanto la comunidad como los guerrilleros, adquieren algo de ficticio, de construidos artificialmente.
En La nación clandestina, retomamos a una relación similar, pero con un significado completamente distinto: el dirigente universitario busca refugio en la comunidad, y tras un breve intercambio de palabras -él no entiende el aymara, ni sus interlocutores hablan el castellano- es muerto por los soldados. Los resultados estéticos e ideológicos de esta situación son inversos a los de la escena del baile en El enemigo….
La situación es construida para iluminar una realidad penosa y vergonzante para la izquierda: la de la incomunicación cultural con «el pueblo» al que pretende respetar. La ficción es manejada entonces como una representación simbólica, arquetípica, de esta realidad. Puede que no resulte «natural» que un dirigente universitario esté escapando solo por el altiplano -podía habérsele ocurrido refugiarse en casa de un pariente, de los que nunca faltan, vinculado con el nuevo régimen , o en todo caso ocultarse en la ciudad, en lugar de corretear solito por la inmensa pampa. La escena tiene un hálito casi surreal, porque el personaje del estudiante está despojado de todo aditamento, de toda relación social, y se enfrenta sólo y casi desnudo con el paisaje altiplánico y con la comunidad.
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Precisamente, es este tratamiento no naturalista del arquetipo, el que permite a Sanjinés superar la artificialidad de anteriores planteos, logrando que en esta confrontación desnuda (q’ara) y lacónica se simbolice adecuadamente todo un mar de pequeños y grandes malentendidos, brechas culturales y de comportamiento que son, precisamente, las que componen ese abismo mayor que separa al ¨pueblo¨ de sus auto atribuidos ¨representantes¨.
Y es que esta vez la construcción simbólica está realizada desde el punto de vista de la comunidad, cuyos mecanismos internos son reconocidos en su complejidad. La comunidad ya no es un ente sin fisuras, pleno de armonía y casi hermético a los influjos del exterior. Toda la película es una narración de los conflictos que vive una comunidad a lo largo de la historia contemporánea del país. Conflictos de profunda raíz histórica, que en el filme se remontan al «tiempo» de los patrones, tiempo de humillación y de derrota que tendrá profundas consecuencias en toda la trama posterior.
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Precisamente, el filme es introducido con la explicación que se dan la madre y el hermano de Sebastián de la causa de sus penas: que el padre flaqueó hasta el punto de entregar a su niño a los patrones, para que lo críen en la ciudad. La nación clandestina es el despliegue de un singular, renovado -renovable, sugiere Sanjinés- y heroico intento histórico de superar aquel destino de humillaciones, que condena a las sociedades nativas a degradarse en la derrota. Es pues, la plasmación del ¨ama llunk’u¨, o la historia de una redención internamente, realizada desde el universo comunal -redención no mesiánica, por lo tanto- la cual se va realizando a medida de que la visión dicotómica occidental es trascendida por la complementariedad del pensamiento aimara, conformando un nuevo universo ideológico capaz de enfrentar los avatares de la historia sin por ello perder su raíz en la tradición.
En efecto, el mundo escindido que encarna la urbe, donde la ética está separada del conocimiento; donde la palabra está separada de la acción , donde la vida y la muerte son dos polos antagónicos e irreconciliables, es trascendido por la recuperación de la unidad vida/muerte; acción histórica/tradición; palabra/obra. Unidad que no se realiza al margen de conflictos, tal como las secuencias finales del filme lo expresan: Sebastián, que ha retornado a su comunidad a morir como Danzante, debe enfrentarse a los comunarios que retornan -cargando sus muertos- de la defensa de las minas contra el cerco militar. Tradición y acción histórica se enfrentan, vida y muerte confluyen, y es en el juego de estas contradicciones, donde es superada una vez más la escisión que amenaza con liquidar a la comunidad. De este modo, la comunidad renueva el ciclo que alimenta su dinamismo interno, su capacidad de actuar en la historia, transformándose pero sin perder el control de su proceso ni su fisonomía como comunidad.
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Todo esto es congruente con los extraordinarios movimientos de cámara que van articulándose en prolongados planos secuencia, y que en este filme alcanzan su mayor elaboración como propuesta estética e ideológica. En efecto, los planos secuencia, en películas como El enemigo… o Lluksiy Kaymanta, representaban una visión algo más esquemática del «personaje colectivo» encarnado por la comunidad, puesto que intentaban subsumir las individualidades en el grupo, evitando los primeros planos, o el trabajo de un «personaje central». Aquí ya no hay ese tipo de escrúpulo para relacionar el personaje colectivo con el personaje individual, y por lo tanto, los planos secuencia adquieren otra función: la de «representar» un punto de vista -no siempre armónico, no siempre homogéneo -que es el de una comunidad dinámica, conflictiva, amenazada de degradación. Son movimientos de cámara cargados de una sensación de emergencia, de vitalidad interna y propia. Es como si una cámara subjetiva fuese el eje de toda la construcción de imágenes, representando una mirada capaz de interrogar a la comunidad -no sólo de seguirla- y también de comunicar la angustia vivida por los personajes individuales. ¿A quién representa esta cámara subjetiva?.
Me atrevo a sugerir que Sanjinés ha intuido aquí la más densa de sus metáforas cinematográficas, haciendo que el J’acha Tata Danzanti sea esa cámara que nos lleva, en movimientos precipitados o serenos, sobresaltados o casi coreográficos, hasta el punto final de la quietud. Un símbolo que es refrendado con la caminata de Sebastián llevando la máscara del Danzante en sus espaldas, como diciendo: «Q’iparu nayraru uñtas sartañani (caminemos hacia adelante sin dejar de mirar atrás)» .
Chukiyawu, marzo 29, 1990