Reflexionamos acerca del fenómeno social desatado ayer en el mundo entero luego del incendio que acabó con la estructura superior de la catedral de Notre Dame en París.
Valeria Canelas
Estudiar historia del arte fue aprender un lenguaje que desconocía. Al principio, cuando leía los textos, no podía separarme del diccionario porque no me acordaba de todos los términos. Más adelante, ya empapada de ellos, me enamoré de las plantas de las catedrales. Me parecía increíble haber aprendido a leerlas y a distinguirlas, algo que era necesario en los exámenes, donde tenías que identificar y comentar alguna planta aleatoria, sin ningún dato que te ayudara. Me tocó Chartres pero, para ese entonces, ya me había memorizado Reims, Amiens, León, Toledo, Burgos, Bourges y Notre Dame con su planta de cruz latina, con un transepto que apenas sobrepasa las naves.
Un lenguaje nuevo: nave, transepto, crucero, deambulatorio, arbotante (una de mis palabras favoritas), triforio, ábside, contrafuerte…
Ahora pienso en la posibilidad de los arbotantes de Notre Dame ardiendo y me estremezco.
Aprender a leer catedrales fue una de las enseñanzas más inesperadas que me dejó la carrera. Jamás imaginé que algo así llegaría a emocionarme tantísimo.
Cuando aprobé los exámenes de arte medieval y arte moderno, fui a París como premio y al recorrer las catedrales iba repitiendo esos términos que, en ese momento, tenía incorporados al cuerpo. Cuando entré en Notre Dame iba contando los tramos de la nave central, mirando hacia arriba para contar las nervaduras y poder decir «bóveda de crucería» mientras miraba una de ellas.
La precisión de la luz creando el espacio y esa voluntad imposible de verticalidad me dejaban sin aliento. Me acababa de leer ese libro de Victor Nieto Alcaide, La luz, símbolo y sistema visual, e intentaba imaginar la impresión y el terror ante lo sagrado que esa iluminación, calculada milimétricamente para conmover, lograda con esas hermosas vidrieras, debió haber causado en los fieles mientras permanecían entre los muros, más finos que los del románico, de la catedral. La luz que atravesaba esos indescriptibles rosetones, que ahora quizás se han perdido, era la imagen de lo sagrado, era LO sagrado.
No soy religiosa y pasé muchos años odiando a la iglesia católica después de haber sufrido un colegio de monjas. Pero hoy, como muchas, no puedo evitar estar muy triste. No se trata de religión solamente o de un símbolo más de la historia oficial. Se trata de una parte de lo que la escuela de los Annales llamaba la historia total: esa historia cotidiana de personas que habitaron un momento concreto de la historia y cuyo sistema de creencias podemos ver reflejado en construcciones como Notre Dame. Es decir, la catedral refleja la historia de la institución que promovió su construcción pero también contiene, y esto es lo que a mí me da más tristeza perder, la historia de las miles de manos de las personas que trabajaron en la construcción, la historia del sentimiento piadoso que debieron experimentar al estar sirviendo a un ser en el que creían.
Como todo documento o monumento de la historia, Notre Dame puede ser leída desde múltiples enfoques: como un elemento surgido de una institución poderosa, violenta e implacable o como un espacio en el que múltiples personas experimentaron la trascendencia. Por eso, que arda no puede ser una buena noticia, porque con ese incendio se borra una parte de la convulsa historia de la humanidad y sus múltiples posibilidades de lectura. Entrar en Notre Dame nos permitía imaginar una trascendencia a la que quizás es ya imposible tener acceso.
He visto que en Twitter alguien ponía esta cita de Benjamin, muy adecuada para el momento y el sentimiento:
«Su existencia la deben no ya sólo al esfuerzo de los grandes genios que los han creado, sino también, sin duda, a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. No hay documento de cultura que no lo sea, al tiempo, de barbarie».