Lagartija Satánica
¡Ay, caraj! ¡Qué lindo es el sock! ¿No saben lo es el «sock«? Es, ps, el rock. Lo que pasa es que los bolivianos nos empecinados en no raspar la «ere» entre la lengua y el paladar, mas bien resbalamos la «ere» entre los dientes y la lengua, por eso nos sale así: ¡el sock! Y repito, nuevamente, ¡qué lindo es el sock, caraj!
Más de cuarenta años de rock boliviano, de bandas majestuosas, de estética depurada, de solos, de riffs, de brutalidad musical, de líricas que escudriñaron entre la filosofía, como 50 de Marzo y su Cicerón; de búsquedas ancestrales como las de los Wara, en casi toda su propuesta setentera y ochentera; del respiro exultante de los noventas con una decena de bandas construyendo un sonido con identidad, con drogas, con alcohol, con altura y dignidad. Pero, al sock nacional le ha pasado algo en estos aciagos últimos años, desapareció y, como dirían los estimados LesLuthiers, los intelectuales se preguntan: ¿por qué se escuenden? ¿por qué no se mostran?
Al sock nacional se le rompió la brújula, se le empañaron los cristales y anda como los personajes de Ensayo sobre la Ceguera, de José Saramago, a tientas, con las manos levantadas, buscando el micrófono para no golpearse la boca.
«¿Qué le pasa a este tipo?» dirán algunos. «¿Por qué nos ofende de buenas a primeras?», se estarán preguntando. «¿En qué se basa para semejante mamotreto?», rugirán.
En la historia «moderna», en la historia de los últimos setenta años, el rock juega un papel casi fulminante en cuanto se refiere a crítica de los sucesos sociales y políticos, ha sido el guijarro en el zapato de lo correcto, con tipos desprolijos retorciéndose en el piso de los escenarios, con su ropa marcando sus genitales, con mujeres que le gritaron a la iglesia el cansancio de la dominación.
El rock ha bailado encima de los escombros del muro de Berlín, ha patinado en arcoiris psicodélicos, ha emulado en sus guitarras el rechinar de las bombas napalm destruyendo la vida, ha bebido en copa de oro la sangre de iglesias que profanaron piedras sagradas de antigua data y así por el estilo, el rock fue haciéndose el decano sacrílego de lo incorrecto.
Pero no todo fue un cuento de hadas para este caballero de la noche, de hecho la cultura de masas ha clavado uno de sus pilares fundamentales en este género para mover monstruosas cantidades de dinero y generar la industria cultural más prominente de la historia y capaz es ahí donde la historia del sock boliviano cava su tumba.
En los años noventa comenzó un auge inesperado en el rock boliviano, nacieron y renacieron bandas con una identidad que se forjó en el bronce de su propia historia y empezaron a relucir lozanas las figuras de las propuestas bolivianas hacia el exterior. La producción discográfica, aunque en pañales, iba entendiendo el sonido que surgía y los jóvenes noventeros cantaban a voz en cuello, como cánticos de guerra, las letras que se sumergían en el cotidiano de cambas y collas, con sus logros y triunfos, con sus tristezas y dudas y todes empezábamos a ser felices.
Pero la industria mundial metió sus garras de diamante y oro. Las disqueras de moda, las que habían cobijado a las estrellas del orbe mundial y latino aparecieron mostrando sus piedritas más brillantes a los sockeros bolivianos, prometiendo fama y gloria, proponiendo una nueva forma de trabajo «profesional».
Esta especie de inclusión al mundo mundial venía acompañada con una avalancha de nuevos sonidos, de nueva música que ponía las pautas de cómo debería sonar una banda «pro»: sonido brilloso, encandilante. Varias tiendas musicales se abarrotaron de cds y casettes ofreciendo su mercadería original y el grito de lo pop empezaba a ser pan calentito en los shoppings de moda.
Pero, a la histeria cultural se le olvida la historia cultural. A nuestra dependencia estructural le fue imposible mantener aquella embestida de la industria masiva y todo lo que venía con promesas de fama se desplomó. Las disqueras internacionales pedían inyecciones prominentes de capital, porque los parámetros de producción extranjera así lo exigían y, aunque el optimismo y la confianza eran altos, el público y la fanaticada que compraba y consumía la emergente cultura «sock» era demasiado pequeña para soportar aquella exigencia.
Las firmas internacionales se fueron sin pena ni gloria, dejando para la anécdota la historia de que alguna vez una banda de rock boliviana firmó contrato con Sony, PolyGram o empresas de esa calaña. Hasta que todo eso pasara, el siglo XX cerró sus puertas y el nuevo milenio prometía mucho, porque si bien la posibilidad de entrar a mercados internacionales quedó truncada por el momento, era evidente que el cambio y la actitud musical estaban presentes, sumadas al hecho de que la tecnología mostraba un camino menos pedregoso para poder grabar material propio.
Así, los 2000 abrieron con muchas bandas mostrando un estilo depurado y personalizado, los experimentados, aquellos que vivieron el auge noventero, y la nueva camada que mostraba sus influencias. Otra vez parecía que había esperanza.
La tecnología llegó a este nuevo milenio democratizando el acceso a la información, y la cultura de lo informal nos mostró un atajo en este laberinto: la piratería cibernética, gracias a la que cualquier mortal tiene la posibilidad de acceder a un vasto repertorio, desde música cantonesa pasando por cumbia chilena y música vikinga hasta rock filipino.
Fue imposible competir con esa avalancha de acceso a la música del mundo y los costes de producción de discos propios se hicieron insostenibles. Cuando el consumidor tenía que escoger entre comprarse un CD pirata con toda la discografía de la banda que ama, o el disco con ocho canciones de una banda que apenas conocía, pues escogió lo primero y al no poder vender su material, aquella banda dejo de hacer discos y murió.
Con el devenir del nuevo tiempo el sock en Bolivia se ha convertido en una especie de souvenir de taberna, que como mayor gloria lleva la de amenizar con su estruendo las efusivas charlas dentro bares y tugurios, lo cual no es deshonroso ni nada por el estilo, pero dejó de ser el ángel caído que arrastraba tras de sí al inoportuno y correctito, se compró barata la figura de la fama y de rock solo le quedó la pose.
Al sockero boliviano posmo no le gusta meterse en líos, no le canta a nadie en especial y lo único que le importa es «hacer música». La política no le interesa y por eso no se mete en ella, a la iglesia no le dice nada, porque no quiere problemas, ensaya bajito en el cuarto de la casa de sus «pas» y espera que un día alguien le dé una oportunidad de tocar en algún festival itinerante que busca, como buitre en la carroña, nuevas bandas con ansias de gloria.
No hay que ser un genio estadístico, ni siquiera recurrir a escritos de esa ciencia para notar a grosso modo la poca cantidad de discos de sock que se han producido los últimos 5 años. Es triste aseverar que no pasan de los 20, más aún cuando un disco no es simplemente eso, sino más bien un documento histórico, un comprobante de que el arte se mueve y está vivo, en un disco se crean mundos, historias, poesía, obras pictóricas, fotografías de ensueño. En otras palabras, un disco es el reflejo conceptual de lo que los músicos quisieron expresar.
Nadie puede negar que hay producción y buenas bandas y propuestas. Un sinfín de canciones que se crean cada día en ensayos de «garash», pero no tener disco reduce el trabajo musical a un hecho meramente funcional y en este caso la función se ha reducido a entretener.
Pero no todo está perdido en esta historia de muerte y lágrimas. Hace unos años fui invitado a una fiesta que se desarrollaba en una casa particular en el centro de la ciudad de Cochabamba. Se armó un escenario improvisado con parlantes conectados de una manera precaria, en el que tocaron un par de bandas «sucias y desprolijas» a la luz de las estrellas, con amenaza de lluvia y «electrocución», con esa crudeza innata y real de las bandas que nada tienen que perder.
El rumor entre el público decía que era bueno esperar, que iba a tocar Que Te Importa, banda que yo solo conocía de nombre. Al entrar los músicos, todo el ambiente cambió de tonalidad y el gentío parecía ser víctima de una especie de trance, retorciendo sus cuerpos al ritmo de un punk majestuoso.
Luego de un par de canciones que sonaban raspando los parlantes, el vocal de la banda, que hacía también de baterista, dijo: «ahora vamos a hacer un cover, el único que tenemos» y mientras golpeaba el hi hat se escuchó la voz que repetía » cordero de dios que quitas el pecado del mundo…» Luego de un par de compases cantando casi a capella aquella litúrgica frase, se desplegó el rugir del rock con ese esplendor que solo es explicable cuando eres parte de él.
El rock no se trata de ganar dinero, no es una fórmula para salir del anonimato, no es un nombre rimbombante en el cartel de un festival famoso, no es fama, no es gloria (por lo menos no gloria buscada), no son drogas, no es negocio.
El rock nació irreverente, marginal y libre, mamando de la teta de la rebeldía, fue buscando siempre la ruta para comunicar su punto de vista disidente y necesaria, es parte de otro tema que haya generado tanta industria cultural y banalidad en su camino, tanto como innegable su aporte cultural y de lucha.
Este texto no tiene como fin el desprestigio ni la crítica a dedo al acervo del cual también me siento parte, es más bien un grito minúsculo que busca alguna ruta en un laberinto que no parece tener salida y al que todavía le quedan muchos kilómetros por caminar.
¡Larga vida al sock!