El reciente 19 de agosto se cumplieron nueve meses desde la masacre de Senkata. Los familiares y víctimas de la violencia estatal aún reclaman porque el Gobierno de transición cumpla con sus compromisos de reparación. Piden justicia y respeto.
Son pocos, no más de 30. Se acomodan cerca al ministerio de Justicia, en la concurrida avenida Mariscal Santa Cruz de la sede de Gobierno. Aún cargan con el luto y el peso de un estigma injusto. Son familiares y víctimas de la Masacre de Senkata.
Un par de jóvenes pasan cerca y susurran: “eran los de Senkata, los que querían volar El Alto”.
¿Realmente eran “ellos”?
María Cusi, mamá de Devi Posto Cusi tiene la documentación de su hijo en un bolso. Viste de negro, solo su barbijo de aguayo acepta colores. Entre los papeles, tiene uno de Delicia, una de las fábricas de lácteos más importantes en El Alto, La Paz. La empresa no detuvo sus operaciones durante los conflictos postelectorales.
Devi era chófer de los camiones repartidores y llegaba en bicicleta hasta los depósitos para cumplir con su labor.
Murió mientras pasaba con su bicicleta rumbo a la planta de lácteos. Su madre recuerda bien que antes de salir de casa le dejó unos helados que le habían regalado. Le invitó uno y se subió a la bicicleta. No lo volvió a ver con vida.
Su relato es fuerte, su voz es elocuente. Por un momento rompe con la indiferencia y levanta preguntas entre los transeúntes.
“¿Quiénes eran? ¿Por qué estaban ahí?”
Ni la madre ni la esposa de Devi entienden como un trabajador de Delicia, chófer de una camioneta que transportaba lácteos puede ser apuntado como un terrorista.
“Fácil juzgan”, replica otra voz entre los familiares de la Asociación de Familiares y Víctimas de Senkata.
A mediados de enero la Asamblea Permanente de Derechos Humanos de El Alto y la asociación firmaron, en Palacio de Gobierno, un acta de compromisos. Una indemnización razonable fue parte del acuerdo. Esas promesas fueron los paños fríos que el Gobierno de transición lanzó a mansalva y no supo cumplir.
Por eso la asociación está en las calles. Tienen carteles con frases de protesta y fotografías de sus muertos.
Cipriano Corina es otra de las víctimas de la violencia de Estado. El día del infortunio fue a comprar tuercas para su taller. Pese a la convulsión social, nunca dejó de trabajar, no podía darse el lujo de hacerlo.
Tiene una fractura de brazo, incrustaciones de platino y dolores intensos cuando el frio es más crudo. La cuenta del hospital todavía le duele, mucho más que el hueso roto.
“¿En qué circunstancias estaba ahí?”, consulta insidioso un periodista.
Alison Ramírez, esposa de Félix Huanaco, otra víctima fatal, se apura en responder.
“Y si fue a protestar, ¿eso era un permiso para disparar?”
El descontento y un par de abucheos hacen que la manifestación se mueva delante del Ministerio. Los familiares de las víctimas ocupan la acera al ritmo de Alison.
Les molesta que se juzgue a sus familiares por haber estado ahí, entre el camino de la bala y el pavimento. No hablan por quienes se movilizaron ni los defienden, hablan por sus muertos.
Seguirán unas horas más en el lugar hasta que el viceministro de Justicia Huberth Vargas, a nombre del Gobierno, salga a a prometer, una vez más, que van a cancelar las indemnizaciones pronto.
Un promesa más a la colección de este forzadamente extendido capítulo transitorio.
Mientras, 12 familias esperan que el Gobierno repare con algo de Justicia el daño provocado.
